martes, 27 de enero de 2015

El Coronel Mechado, las Naranjas y el Azahar.

Estuve toda la noche ansiando el alba. Tenía que contarle al Sr. Mechado lo que acababa de descubrir. Era coronel de la caballería, aunque ahora volvía a ser panadero. No quería saber nada de caballos ni de regimientos. Vivía en el primero derecha desde que cambiaron las farolas de aceite por las de luz eléctrica en la calle del pez. El semestre pasado. Solo. Llevaba recio bigote y raya a un lado. El pelo lo peinaba para alisarlo pero le quedaba una onda que le abultaba un poco como al centro de la cabeza. Y olía a azahar. Había rondado a la Juanita desde chico. Era de esos que se enamoran para toda la vida y una vez, no más. Le llevaba una naranja todos los miércoles a la salida de la escuela y la acompañaba a casa mientras le contaba historias para oírle reír. Como le gustaba la risa de Juanita. “Cuando ríe me pone contento” decía el Coronel Mechado.

Cuentan que estuvo en una guerra, no sé en cual, pero si era de la caballería debía de ser en un sitio muy lejano. No me imagino a los caballos entrando en la ciudad. Las guerras siempre las he supuesto en el campo, con espacio para batallar. Quien lucha entre farolas y adoquines, y mucho menos con caballos.

El Coronel y La Juanita después de tantos miércoles de naranjas terminaron ennoviados y mientras él estuvo en la guerra, esa de campo abierto, ella esperó cada una de sus cartas. Cada mañana, ansiosa, le preguntaba al cartero.

—¿Hay algo para mí, señor Altuvez?

El señor Altuvez era alto y delgado y no se podía decir que no fuera apuesto. Lucía pelo negro y bigote fino. Siempre trajeado y con perfume de violetas y sauco. Rara esencia para un caballero, pero así olía el administrador de la correspondencia de Villavirtuosa. Le echó el ojo a la muchacha y a cada poco se le perdían más cartas.

—Claro que hay. Ya me encargo yo. —y cada día le daba una flor y alguna vez, también carta, para no levantar la liebre.

El Coronel seguía escribiendo cartas, aunque le llegaban muy pocas respuestas. Cuando le llegaban, le hacían subir el bigote y achicar los ojos. Lo que menos se imaginaba él, era que tenía un contrincante y que los amoríos con su novia andaban en la cuerda floja. La casa de ella estaba llena de flores. Y la correspondencia, cada vez era más de guerra. Vamos que iban ya para siete meses que no se recibían cartas ni de un bando ni de otro. Hasta el punto que la Juanita, pensó que el coronel o había muerto o le había puesto sustituta. Así que un día, después de mucho insistir el cartero, aceptó merienda y caminata. Pasearon. Pasearon por la ribera del río y arropados por la sombra de los castaños se dieron el primer beso. Se lo contó al día siguiente a todo Villavirtuosa el Sr. Altuvez. Repartía el correo y extendía la noticia de su compromiso con la guapa, que algunos la llamaban. De las letras que le envío un buen amigo, llegó el rumor al Coronel que saltó a lomos de su caballo para reconquistar a su amada. Pero la mala fortuna nunca viene sola, e hizo que a los pies de la villa cayera del caballo, se golpeara con una piedra y perdiera el ojo derecho. Así, lisiado, el Coronel sintió que no era suficiente para la Juanita y desde entonces se escondía de ella. Entre harinas de madrugada y en su casa el resto del día. Yo siempre le he tenido mucho aprecio. Me daba mucha pena verle así, cada día, caminando sin alma y con su ojo puesto en los pies. Por eso cuando supe de las tretas del cartero, pasé la noche velando el momento de darle cuenta.

—¡Qué tramposo! —exclamé indignado recordándolo.

—¿Por qué? —preguntó, subiendo las cejas, el nuevo vecino.

—¡Escondía las cartas!

—¿Qué cartas? —preguntó cada vez más desconcertado.

—Las que le escribía a la Juanita. La otra noche en la taberna, me leyó una de ellas entre carcajadas. Me contó que las tiene escondidas en la panera.—y con la mano en el pecho añadí. —Palabra de portero.

Cuando se lo conté al Coronel, se puso el uniforme, cogió la espada, su mejor parche y bajó lanzado escaleras abajo. Yo quería seguirle. Por mediar en caso de hecho catastrófico. Evitar que se metiera en problemas. Pero claro no podía dejar la portería, lo primero a mi deber. Uniformado y ya en la calle se hizo con un caballo, blanco como en los cuentos, y a horcajadas fue cabalga que cabalga. A partir de aquí ya te cuento por referencias. Al parecer, no fue a ver a su amada sino al Sr. Altuvez. Llegó a su casa y escaleras arriba, montado en su caballo, a voz en grito subía, espada en mano, soltando improperios y retándole en duelo.

—¡Insidioso repugnante! —gritaba el coronel muy enojado. —¡Confesarás maldito!

Con el rabo entre las piernas y el bigotillo tembloroso por la ventana huyó el cartero. Fue a esconderse en una panera que usaba para guardar las castañas que recogía del huerto. No tenía intención de salir ni a tiros. Allí se había reunido todo el pueblo, haciendo corrillo, al olor del cotilleo. Cuando el Coronel bajó de vuelta las escaleras, cientos de manos acusadoras apuntaban a una en dirección a la panera y este fue directo en su busca. El cartero para defenderse, desde lo alto de una claraboya, empezó a tirar sacos de castañas para hacer caer al caballo. En estas, llegó la Juanita, sin tener idea del entuerto. Preguntaba que pasaba pero la gente al verla, le hacía paso sin contestar. Cuando llegó a la entrada de la panera y se encontró de espaldas al caballo se produjo una ovación general. El Coronel se volvió a mirar. Ella al verle, sufrió tentativa de desmayo, pero era una mujer de gran fortaleza y logró sostenerse. Aunque, al parecer se quedó sin palabra. Ambos con la boca abierta se miraban. En ese momento un golpe de viento trajo hasta ella el olor a azahar y volvió el amor. El cartero que seguía tirando sacos de castañas, del último de ellos comenzaron a llover además las miles de cartas que había ocultado y así en tremenda estampa se descubrió la trama. El resultado termina en la boda del Coronel Mechado y la Juanita, de la que hoy soy testigo por derecho, de amigo y de portero.

viernes, 18 de julio de 2014

Una razón egoista


El proceso de creación es lo más satisfactorio que he experimentado jamás. Empieza invadiéndote una historia. Rondándote en la cabeza y acaparando toda tu atención. Cualquier suceso o palabra que llega a ti en esos días en que estas fraguando un relato tienen un escrutinio diferente. Analizas y cribas lo que encaja y no encaja con tu personaje, con tu cuento, si podría o no podría sucederle. Entras en un mundo en el que tienes absoluto poder y todo encaja, por supuesto a tus ojos. Y en la fase de escritura, cuando te dejas llevar y entras en Estado Creativo, nada de lo que esté pasando en tu vida importa. Puedes ser la persona más desgraciada o afortunada del mundo que tu sentimiento es el mismo. Ninguno. Vives el aquí y ahora concentrada en darle forma y transmitir lo que sucede en tu relato. Esa es mi razón egoísta, el tener un diván mágico en el que me tumbo a vivir el presente sin importarme nada más.

miércoles, 14 de mayo de 2014

VUELA ALTO

Abrí el cajoncito de la cocina y descubrí que mis pastillas adelgazantes habían desaparecido. Tenía que averiguar quién había sido la mal nacida que me las había robado. Deseaba matarla, aunque a la vez no podía evitar pensar que yo en su lugar seguramente, también habría hecho lo mismo. Conseguirlas había sido mi obsesión y no iba a permitir perderlas así como así. Después del invierno que había pasado. Sin cine, releyendo libros viejos e incluso metiéndome en la cama a las ocho para no tener que encender la calefacción. Todo por ahorrar unos euros de mi escaso sueldo. Pero no podía pensar en otra cosa. Conseguirlas, conseguirlas, conseguirlas. Quería ser delgada y haría lo que fuera necesario. Dos mil quinientos euros. Para mí una cifra inalcanzable. Con todos los esfuerzos que había hecho, en cuatro meses no había ahorrado ni ochenta. Y eso que ya había reducido el presupuesto para el supermercado, hasta perdí un poco de peso y todo. Al final comprendí que iba a tardar toda una vida en poder comprarlas. Yo quería que se fijara en mí, el chico que cada mañana me encontraba tomando café en el office de la oficina. Antes de que llegara a vieja, si fuera posible. Tuve que tomar una decisión drástica. Acudí al mercado ilegal de órganos y así lo logré. Me compré el último prodigio en pastillas adelgazantes y aún tenía remanente para renovar el vestuario cuando se obrase el milagro. Me había costado un riñón y cuatro meses de penurias reunir el dinero para conseguirlas. Y su robo no iba a quedar impune.

Supe lo que era la felicidad el día que, aún con los puntos recientes en el costado izquierdo, recibí el paquete. Rompí el papel de plástico transparente que envolvía la cajita y allí estaban, cuatro hermosos blíster, con diez perlas color dorado cada uno. Cuarenta perlas en total que significaba decir adiós a cuarenta kilos que me venían acompañando desde los quince años. Sería una mujer delgada. Me imaginaba encima de la báscula viendo como oscilaba el peso en 58 y 59 kilos con una sonrisa desde la bañera hasta el bidet. Solo había utilizado un blíster, diez días, diez kilos, ya me veía paseando de la mano del chico del office. El lunes incluso me atreví a levantar la mirada cuando entró en la sala. Las pastillas me habían costado un riñón, pero su sonrisa valió por todo un año de sesiones de diálisis. Y ahora que había empezado el acercamiento me habían robado las pastillas.

Tenía que reflexionar. Solo podía pensar o cocinando o comiendo. Así que me puse a batir cinco huevos, con los que me hice una tortilla de patata que me comí junto con, dos bolsas de doritos, y medio queso semicurado de mi pueblo, mientras reflexionaba acerca de la lista de posibles sospechosas.

No había muchas personas que pudieran acceder al cajoncito de mi cocina. También habrían podido entrar sin que yo estuviera, pero lo veía menos probable. Así que me centraría en la primera opción.
¿Quién había entrado en mi casa en las últimas veinticuatro horas? Como cada día había venido Doña Carmen, la cotilla del quinto a contarme las novedades del edificio. El del gas, para comprobar el contador. De momento a este lo descartaba porque, aunque el uniforme le venía pequeño cuatro tallas, no parecía preocupado por el tema. También había venido Cristinita, la hija de la del tercero. Mini yo, me había contado Doña Carmen que la llamaban, cuando la veían conmigo. Ella no había podido ser, era gorda pero honrada y la niña más dulce que había conocido. Me quería mucho. Ella también estaba descartada. ¿Sería Doña Carmen entonces? Sabía que las tenía, eso seguro, pero robármelas… me costaba creerlo. Un momento, pensé, ¡se me había olvidado! Mari Luz, mi vecina de al lado, había venido aquella tarde a pedirme unas pilas. ¡Pilas! Hummm… que sospechoso. Se pide un poco de sal, pero ¿pilas? Seguro que Doña Carmen le había dicho donde tenía las pastillas y quería sacarme de la cocina.

Si, era ella. Mari Luz desde que tuvo a su principito, parecía la mascota de un anuncio de galletas, bueno se parecía a mí. Andaba siempre a régimen. Claro no me las iba a devolver. Pero ya me las apañaría para recuperarlas. Saltaría desde mi terraza, cuando la abuela se llevara al principito de paseo. Seguro que en internet encontraría un tutorial para aprender a abrir la puerta. Al día siguiente no fui a trabajar y justo a las 10 escuche la puerta de Mari Luz. La hora del paseo. Fui corriendo a la terraza, puse mi taburete escalón al lado de la repisa y me encaramé a ella. Por más que lo intentaba era incapaz de alcanzar con un pie la terraza de mi vecina, mis noventa kilos de peso, tampoco es que ayudasen. Pensé que la tabla de planchar podría servirme de puente. ¡Mala idea! Ahora lo sé. Conseguí llegar al otro lado pero hice contrapeso, se cayó la tabla, me golpeó en la cabeza y perdí el equilibrio. Terminé colgada de las manos de una de las tejas. De aquella, el ruido, como no, alertó a Doña Carmen que al asomarse y verme allí colgada, se puso a gritar.

—¡Paloma! Hija, ¡Palomitaaaa! —Chillaba desconcertada. —¿Pero que haces ahí? Ayuda, por Dios, ayuda que Palomita se va a romper la crisma.

En ese momento entro la abuela en la terraza. Intentó ayudarme pero claro no pudo conmigo y caí dos pisos abajo.

—¡Voló! —sentenció Doña Carmen.

Directa al hospital. Una pierna, un brazo y tres costillas rotas. Aquí empezó mi verdadera tortura. ¡Cinco meses en el hospital! Cinco meses de puré sin sal, pescado blanco y manzanas Golden. Todo tan.., sin color. ¡Qué espanto! Aunque tengo que reconocer que me vino muy bien. El tercer mes había perdido veinte kilos. Ríete tú de las pastillas milagrosas. Una cama dura y comida sin sal, ya te digo yo que te adelgazan. Además el fisio me puso las pilas y me ponía los electrodos a tal potencia, que parecía electroshock más que gimnasia pasiva. Los otros veinte los perdí después, en casa, pero de la mala leche cuando vi a Cristinita, “mini yo”, que había bajado cinco tallas. Nada más verla me apunté a boxeo, que la vida siempre da nuevas oportunidades y nunca se sabe.
El día que llegué a la oficina después de mi baja de larga duración, me encontré a Pablo en el office.

—Hola. ¿Quieres un café? —me dijo sonriendo mientras metía las monedas en la máquina de vending. —¿ Eres nueva verdad? Yo soy Pablo.


Fin.



jueves, 10 de abril de 2014

LA POLVERA

Al más puro estilo de galán clásico, el primer día que me invitó a salir, me llegó a casa una caja con un gran lazo. Lo inusual fue el regalo. Unos preciosos zapatos rojos, y en una esquina entre los papeles del envoltorio apareció la polvera.

No sé qué hizo que me enamorara de él. Que pudo cautivarme de un chico inseguro, desgarbado y con ese tono rosáceo tan británico. ¿Su sentido del humor? Siempre conseguía hacerme reír. Y esa manera suya de mirarme, la profundidad del azul y a la vez transparencia de sus ojos. Una mirada de niño grande, una mirada de la que te puedes fiar. Sí, me inspiraba confianza. Desde aquella noche, era lo que único que podría convencerme de volver a salir con un hombre.

Me puse los zapatos, un vestido beige y aunque no era lo usual, me animé a maquillarme.

Aunque trabajábamos juntos, le conocí en el metro. Era mi segundo día en el hotel. Iba despistada pensando en cómo no meter la pata y se acercó a mí en el vagón.

—No tendrás hilo dental en el bolso —me dijo sonriente. —Eh… no —le contesté con la cabeza baja. —Soy Pep, de recepción —se presentó extendiéndome la mano. —¡Del hotel! —añadió al ver mi cara asustada.
Me dejaba, a escondidas, fresas en la parte trasera del bar del hotel, sin tan siquiera llegar a verme. Y cada semana, traía a mi portal, tulipanes amarillos, junto con una invitación a cenar. Yo, durante 7 meses, bajaba a recibirle en la calle para rechazarle. Y por sistema, «¿Un café no me negarás?», me respondía con una sonrisa enorme. Y pasábamos la tarde, ante un café, de eterna charla. Poco a poco cada uno de sus gestos fueron apartando capas de resistencia a su género.

Tenía las manos grandes, grandes y torpes, grandes y hábiles. Casi iguales a las del hombre de aquella noche, cuando mientras me sujetaba contra la pared, tiró de mi camisa arrancando todos los botones de un golpe.

¿Quién se presenta pidiendo hilo dental en el metro? Por eso no me extrañó que la polvera apareciera entre los zapatos. La tomé como parte del regalo. Y usé la polvera por primera vez. Y al momento de aplicarme los polvos translucidos, olvidé aquella maldita noche que llevaba persiguiéndome desde hacía cinco años. Fue un olvido sin transición, sólo deje de recordarlo, sin más. La cita fue inolvidables. Y así, verdad tras verdad, y con la barbilla mirando hacia arriba, una mañana me desperté entre sus sabanas. Me había enamorado.
Los próximos cuatro años, fueron amor, tranquilidad y calma. Y muchos otros malos recuerdos se me borraron al utilizar la extraordinaria polvera, aunque yo era inconsciente de ello. Me sentía cada vez mejor, más segura, y mi existencia más justificada en el mundo.

Pero la ley de compensación del universo, tentada por la perfección, hizo acto de presencia. No estoy segura de, sí mi actitud fue lo que procesó el cambio en él o sin más estaba latente. Limpia de mis temores pasados. Un día, tanto amor, pasó de extraordinario a formar parte del trato, y dejé de valorarlo. Y empecé a contar faltas, en lugar de atenciones. Me creía con derecho de ser amada por el mero hecho de ser yo.

Como todos, él también tenía un sueño. Había inventado un aparato electrónico programable para suministrar píldoras y como por milagro convenció a una vieja gloria de televisión para que invirtiera en su proyecto. Debía de fabricar en China y se mudó allí unos meses para hacer contactos y conocer las fábricas. Y poco a poco apareció otro Pep en escena. En un principio pensé que era la distancia, y lo pasé por alto. Pero llegó el momento en que, a pesar de sus reticencias decidí sacar un billete de avión y presentarme en Guangzhou.

Me recogió en el Aeropuerto por la mañana. Yo aturdida después de las casi quince horas de viaje, lo único que quería era ducharme y descansar. Pero Pep había quedado con el dueño de una fábrica e insistió en que lo acompañara. La cita fue interminable, nos enseñaron las instalaciones, luego suplicaron enseñarme la ciudad e invitarnos a cenar. Nos trataban con absoluto servilismo y adoración. Un halo de tradicionalismo lo envolvía todo, que contrastaba con las infinitas luces de neón que decoraban la ciudad. Pep tenía una mirada distinta, estaba absolutamente endiosado. Y lo discutía todo. Llegó al punto de, yo ceder y él empezar de nuevo la discusión aludiendo a un malentendido. Me agotaba. A veces sólo podía llorar.

Llevaba una semana en Guangzhou, y parecía que a ratos recuperaba al Pep del que me enamoré. Estaba un poco más tranquilo y decidió dedicar el día a hacer turismo. Sólo tenía que acudir a una reunión por la mañana. Teníamos que en el tren de las 7:55. Él había sacado los billetes de antemano. Pero cuando llegamos al andén eran las 7:53 y el tren estaba saliendo.
Se dirigió a reclamar a la taquillera. Exigía que le dieran gratis otro billete porque el tren había salido antes. Ella le negaba muy educada y dándole mil explicaciones. Su ira iba aumentando hasta que perdió la paciencia.

—¿!Cómo te llamas!? —le preguntó Pep amenazante. La taquillera no le contestó. Y fue entonces cuando alargó su mano y le arrancó la identificación que llevaba colgada al cuello de cuajo.

—¿¡Pep!? —dije aterrorizada, mientras uno tras otro volvían a mi cada uno de los recuerdos que se había y fue cuando entendí el funcionamiento de la polvera. Volví a recordar aquella noche, aquella maldita noche en que aquel hombre de manos grandes me arrancó la camisa e hizo saltar los botones de mi confianza. Y eche a correr. Corrí todo lo lejos que pude. La segunda vez es más difícil, pero aprendí a no perder la esperanza, porque el amor abrió mi corazón de nuevo. Y mi memoria está intacta.

Fin.

jueves, 27 de marzo de 2014

EL ALMENDRO DE ALICIA

Al ver la marca rosa, me asaltaron dos pensamientos. El tener que criarte sola y que fuera para toda la vida. Habían destinado a tu padre a un pueblecito cerca de Tucson. Fuiste engendrada el día más maravilloso y a la vez uno de los más tristes de mi vida. Aún puedo sentir el amor y el dolor al evocarlo. Era la primera vez que iba a separarme de él. Para llegar al alma, amamos nuestros cuerpos desde todos los ángulos. Inundamos de besos nuestra habitación. Nos desgastábamos con la yema de los dedos, buscando la esencia del otro, como para conservarla en la memoria del tacto. La emoción desbordada y las caricias de aquel día florecieron en mi vientre.

Leí su carta una vez más. Auto convenciéndome de que nada cambiaría. Sentada en la sala 6 recordaba la mañana en que le despedía en el mismo aeropuerto donde en aquel momento le esperaba. Cuando me dijo que le trasladaban a Arizona, en un primer instante sentí una tenaza en el pecho. Dos años. Cuantas cosas pueden pasar en dos años. Le dije adiós ante la barrera del control de policía, intentando contener las lágrimas y con una media sonrisa que se alegraba por él. Mi cabeza procesaba millones de alternativas de ruptura. ¿Encontraría otra mujer?, o quizá un día se levantase y se daría cuenta de que no me echaba de menos. “Amor, sabes que nunca habría querido hacerte daño, pero…” . Estaba muerta de miedo. Qué ironía nunca pensé que la situación pudiera ser tan distinta. Era su primera visita después de casi nueve meses. Y aunque la sensación de incertidumbre permanecía, en esta ocasión contaba más otro factor. Tú. Podía decepcionarme o ser maravilloso. Si hubieses llegado unos días más tarde seguramente habría sido todo absolutamente distinto. Pero somos hijos de nuestro tiempo como decía mi madre. Y siempre fuiste de lo más oportuna.

No parabas de darme patadas. Había desayunado colacao, como siempre pero creo que no era el azúcar lo que te inquietaba. Sabías que algo importante iba a pasar.

Llevaba exactamente tres meses fuera cuando decidí a hacerme la prueba. Manteníamos contacto por carta. Y no había tenido valor para contarle nada. Cada uno de los días de los seis meses restantes me había debatido entre mi profundo amor por ti y un miedo infinito por perder a tu padre. La familia. Siempre evitaba hablar de ello. En mi fuero interno sabía que para él, dos era más que suficiente. Era todo tan perfecto. Hasta el momento había preferido callar.

Sin embargo el destino quiso ponerlo encima de la mesa. ¿Un error, o mi ferviente deseo había sido más fuerte que los medios de control? Como explicarlo en una carta. Estuve a punto de contárselo el día que consiguió llamarme por teléfono. Pero hacía tanto tiempo que no hablábamos y estábamos tan contentos, que no fui capaz. Además prefería ver sus ojos. Sentí otra patadita. Dios. ¿No iba a llegar nunca? Me preguntaba durante la eterna espera en la terminal de llegadas. Cuando se abrieron las puertas automáticas y le advertí su cara al verme, me desmoroné. Me desmoroné físicamente y además, rompí aguas. Me desperté en un taxi con tu padre, asustado, por única vez en su vida. Y entonces, si pude ver su mirada, la mía, la que me dedicaba solo a mí. No me hizo ninguna pregunta. Sólo susurraba una y otra vez. “Tranquila. Tranquila.” . Fluctuaba entre el dolor de las contracciones y la calma que me traía su voz hipnótica.

Te dimos a luz juntos, en el paritorio yo me encargaba de lo físico y tu padre de todo lo demás. Y junto a un grito conciso viniste al mundo. Te cogió en brazos e hizo inventario de cada parte de tu cuerpo hasta que terminó satisfecho con los deditos del pie. Llegó a casa y plantó el almendro del jardín y le bautizó con tu nombre. “El almendro de Alicia” dijo. Y supe que era tuyo para siempre, cambiaste todo mi mundo. Tal y como había soñado que fuese. No se separó de ti durante todo el tiempo que estuvo en España. Pero tenía que volver a Arizona, aunque en esta ocasión fue tu padre quien se despedía con media sonrisa. El vuelo a Tucson fue rastreado por 26 países, 29 aviones, 18 barcos, 6 helicópteros y decenas de satélites, pero como en la más increíble ficción se dio por desaparecido sin el más mínimo indicio de él. Tú y ese almendro sois lo único que me queda de tu padre. Por eso a los dos os miro como extraordinario. Como si cada vez, fuera la última y no pudiera volver a contemplaros. Así como esa mirada de tu padre, la suya, la que me dedicaba solo a mí.


fin.

martes, 4 de marzo de 2014

CADA CUAL QUE SE AGARRE A SU ÁRBOL

Reconozco que antes había tenido cierta tendencia psicosomática, pero jamás pensé que pudiera llegar a manifestarse de este modo tan bestial. Todo empezó el mismo día que me hice millonaria y perdí a mi novio. Eduardo era directivo de Bet & Win. El típico negro guapo, alto, bien formado y con esa cara de éxito irresistible a toda mujer. Me tenía coladísima. Era nuestro aniversario y le había comprado un regalo porque esperaba que me pidiera matrimonio durante la cena. ¡MATRIMONIO! Tenía un ataque de nervios continuo y pasaba de contenta a asustada de un segundo a otro… «Valeria Nistal, ¿aceptas a Eduardo Jackson como tu legítimo esposo?», me repetía una y otra vez imaginando la ceremonia. Yo solo quería pasar la mañana mimándome para tener una cara virginal y relajada cuando le diera el sí, pero él me había pedido el favor de que asistiera en su lugar a aquel dichoso partido benéfico. Y, como siempre, no pude negarme.

Solo pensaba en la boda, y no le estaba haciendo ni caso al partido, hasta que un estruendoso gol acaparó la atención del público, y un señor muy gordo que tenía a la derecha, tremendamente oportuno, me bañó enterita en cerveza. Empapada y ojiplática observaba incrédula a aquel gordo maleducado saltar y gritar «gol» sin descanso. Me disponía a increparle cuando recibí una notificación en el móvil. «Número: 87952, Fracción: 6, Serie: 3, Euros: 1.170.000,00». Tenía el corazón a mil. ¡Era mi número! ¡Al que estaba suscrita desde hacía ocho años! Me olvidé del incidente, me abracé al señor gordo y empezamos a saltar juntos. Mientras él seguía embriagado por el gol, yo celebraba que era millonaria. Entonces pensé en Eduardo, y me separé del gordo. ¡Era millonaria! ¡Tenía que contárselo!... ¿O quizá no? Mejor se lo diría después. Sería total. Un «SÍ» apoteósico.

De camino a casa vi un coche averiado en el arcén. Pero tenía que relajarme y ponerme guapísima para cenar con mi novio. Peluquería, manicura, maquillaje... ¡No tenía tiempo! Luego pensé que Eduardo no lo aprobaría y decidí llamar a la Guardia Civil.

—Guardia Civil, buenos días.
—Acabo de ver una boda averiada en la carretera —supongo que diría yo.
—¿Una boda? Lo siento, señorita…

No escuché más y, al oír «boda», un calor repentino me subió por la espalda. Me puse muy muy nerviosa y empezó a darme vueltas la cabeza. La cena, la lotería, el vestido, el compromiso, el gordo. Todo era un cóctel de emociones. Y, sin saber cómo, mi cabeza empezó a arder por combustión espontánea. Solté el volante para sofocar el fuego con las manos.

—¡Mi pelooo! ¡Mi pelooo! —gritaba espantada.

Vi que iba a chocar contra un muro, di un volantazo hacia el lado contrario y perdí el control del coche, que empezó a dar vueltas sobre sí mismo. Terminé en la cuneta con dos ruedas en el aire. Dos horas después conseguí llegar a casa. Estaba horrible. Tenía un ojo violeta y mi pelo parecía haber pasado por un peluquero de la legión. Para el ojo, maquillaje, pero qué iba a hacer con mi pelo. ¡No podía dejar que Eduardo me viera así, despeluchada!

Entonces me acordé. La vecina padecía alopecia nerviosa y tenía una peluca sensacional. La tenía que conseguir. ¿Pero cómo? Negaba su calvicie enérgicamente. Probé suerte, pero terminé con la puerta en las narices y, aunque le supliqué, no hubo manera. Lloraba desesperada en mi habitación y sonó el timbre. Al abrir la puerta y ver al marido de mi vecina con la peluca, lo miré como si estuviera separando las aguas del mar rojo. Cerramos el trato por mil euros y, cuando Eduardo me recogió, estaba feliz y espectacular con mi precioso vestido verde.
Me llevó al restaurante de nuestra primera cita. Pero la cena no fue como esperaba. En otra mesa celebraban el ochenta y cinco cumpleaños de un cascarrabias que estaba dando la lata con una radio que encendía cada cuarto de hora. Y, como Eduardo estaba muy frío, decidí darle mi regalo antes de tiempo.

—Darling… yo no te he comprado ningún regalo —dijo apartándolo a un lado.
—No pasa nada —contesté cogiéndole la mano.
—No tuve tiempo. Valeria, hace un año que no tengo tiempo para nada. No soy bueno para ti… No te cuido como debería. Y sé que no voy a tener tiempo para cuidarte —añadió bajando la cabeza.

¿¡Me estaba dejando!? ¡Si tenía que pedirme que nos casáramos! ¿¡Qué había hecho mal!? Estaba a punto de llorar. Empecé a sudar y a respirar con dificultad. Volví a notar que aumentaba la temperatura de mi cuerpo, y mi cabeza comenzó de nuevo a dar vueltas y vueltas. Y otra vez a somatizar, siempre logro sorprenderme. En esta ocasión, sentí cómo desde dentro de mi cuerpo brotaban millones de pinchos finitos y transparentes rasgándome la piel y atravesando mi vestido. ¡Era como un cactus!

—¡Ay! —Protestó Eduardo apartando la mano con mal gesto.

El viejo encendió las noticias. «V.N. son las iniciales de la ganadora del primer premio de la Lotería Nacional del pasado 11 de febrero. Está suscrita al número 87952 desde hace ocho años, pero aún no se ha presentado a reclamar el premio. Iniesta…».
Se levantó y me abrazó como el que se agarra a una rama que encuentra en mitad de la caída libre de un precipicio. Al separarse de mí, minúsculas gotitas de sangre manchaban su impecable camisa blanca y en ese momento supe que Eduardo no era mi árbol. «Al día siguiente empecé con estas clases de autocontrol emocional aunque, por ahora, sin frutos», le lloriqueaba a mi coach sorbiendo la nariz, mientras cómo una autómata sacaba el miniextintor del bolso para apagarme la falda.

Fin.

viernes, 31 de enero de 2014

¿DÓNDE ESTA MI RELOJ DESPERTADOR VIOLETA?


 
Desde su cama estrecha de cabecero y patas de forja, sujetaba la manta cubriéndose la cara hasta los ojos, mirando, asustada, el vibrar del enorme reloj despertador negro de cuernos redondos.
Que como cada día, con un estrepitoso ring le instaba a cumplir su eterna condena. Arrastrar los pies por un camino recto, gris y sin horizonte. Pero aquella tarde ¡oh! Mariposa. A la mañana siguiente,
aún dormida en su enorme cama de patas de madera y cabecero acolchado, un olor a lilas emanaba de su pequeño reloj despertador violeta que le invitaba a caminar por una senda maravillosa sin obstáculos.
Pero aquella tarde ¡ups! Piedra. Y Cayó al suelo. Por la mañana, desde su gigante y acolchada isla vacía se despertó preguntándose donde estaba su reloj despertador violeta. Pero aquella tarde ¡ups! Piedra.
Y aprendió a levantarse. La tercera mañana se despertó ansiosa por recorrer su camino contenta por encontrar Mariposa o, a lo mejor, Piedra. 
 
Fin.