jueves, 19 de diciembre de 2013

Alegoría

Nochebuena. Frente al espejo. Terminé de ajustarme el nudo de la corbata. Me puse la chaqueta y alise las solapas con las manos. Sonreí y pensé lo perfecto del momento. Me puse el abrigo, comprobé el bolsillo izquierdo y salí zumbando hacia el restaurante con el sentimiento continuo que me acompañaba los últimos meses del año desde hacía cinco años. Cuando decidí perpetrar mi particular alegoría a un mundo perfecto. El día de nochebuena tenía un misión, aniquilar a un ser a su imagen y semejanza, como para contrarrestar y mostrar mi gratitud a este maravilloso mundo que creó Dios nuestro señor. Bueno eso era al principio, después ya lo hacía ese día más bien por tradición. Porque tengo que reconocerlo, matar engancha. Dejar de matar es peor que desengancharse de la droga. Aunque para que no se me fuera de las manos mataba sólo una vez al año. Este año le había echado el ojo al hijo del alcalde y estaba excitadísimo. Era perfecto, con sus aires de grandeza y de vida ejemplar y estupenda. Siempre elegía ese tipo de perfiles, eran los que más me divertían. Y la escena cuanto más sanguinolenta mejor. Le esperaría en casa de su novia a la que dejaba fielmente antes de irse a casa. Pero primero había que cumplir con la cena de Nochebuena. Con motivo de las fiestas el menú estaba acordado de antemano y le tenía reservada a mi madre una sorpresa a los postres. Un dulce de cabello de ángel muy típico en la gastronomía venezolana. Fue a lo primero que le invitó mi padre cuando se conocieron en la embajada de Venezuela. Mamá lo adoraba. Y mi padre estaría presente en la cena de alguna manera. Llegué al restaurante y ya estaban mi madre y mi cuñado. A mi hermana le habían destinado a Shanghái para un proyecto con el Santander y como mi cuñado no tenía familia cenaba con nosotros. Llegó el camarero para tomarnos nota de las bebidas. Nos trajeron el primer plato.
—Os importa —pidió mi cuñado inclinando la cabeza, — Bondadoso Dios, bendice estos alimentos que con gratitud hemos de tomar, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
—Querido, te he dicho un millón de veces que Dios eres tú.
—Si mamá
—No seas condescendiente que sabes que no lo soporto y además no cambia que Dios no existe.
—¡Como que no! Tiene que haber un responsable para la situación en Siria, las violaciones de la India, el hambre del tercer mundo, la explotación infantil, Angela Merkel… ¿verdad?
—Los hombres. Los hombres son los responsables —me respondió mi cuñado.
—Y tu Dios ¿de qué es responsable? Porque le tienes que dar gracias, por ser huérfano o por la leucemia que se llevó a mi nieta —sentenció mamá divertida.
—¿Podríamos cambiar de tema mamá?
—Traslada tu fe, querido.
El resto de la cena se celebró con normalidad. Hasta la llegada del postre. Mamá estaba muy emocionada, aunque no dijo ni palabra lo supe porque me miró de esa manera suya.
El cabello debía de ser de ángel, pero del ángel caído, porque cuando mamá estaba disfrutando de su postre favorito se atragantó. Conseguimos que expulsara el trozo del dulce pero el cuadro se complicó con un ataque de asma y tuvimos que ir directos al hospital. Este imprevisto entorpecía seriamente mis magníficos planes. Caminaba de un lado a otro en la sala espera, suplicando internamente que por fin pudieran dar el alta a mamá. Necesitaba salir de ese hospital. Tenía controlados los movimientos del “elegido” hasta cierta hora, pero podría cambiar de planes y volver a casa en cualquier momento. Pero nada no llegaba el dichoso alta. Por fin salió la enfermera y nos comunicó a mi cuñado y a mí que tendría que quedarse ingresada. Mamá se negó a que nos quedáramos a acompañarla así que nos fuimos a casa. Y aquí el verdadero problema. Mi cuñado me pidió que si no me importaba prefería dormir en mi casa porque no se sentía con fuerzas para estar solo en la suya después de haber estado en el hospital.Demasiados recuerdos.No hubo manera de negarse. Dejó el coche en el hospital y subimos en el mío hacia mi casa. Mi cuñado hablaba sin parar. No tengo ni la menor idea sobre que, lo único que recuerdo es que era constante. Empecé a sudar a pesar de que estábamos a cinco bajo cero y se me había estropeado la calefacción del mercedes. Mi cuñado continuaba con su serenata y yo pensando en cómo podía ingeniármelas para deshacerme de él y salir de casa sin que se diera cuenta. Pero al llegar a casa se le antojó tomar una copa. Empezó a hablarme de como echaba de menos a mi hermana. Resoplando me aparté el flequillo del pelo por enésima vez y miré el reloj. Demasiado tarde. Mis planes se habían ido al garete. Y no había manera de cerrarle la boca a mi cuñado. No me había quitado el abrigo, me toqué el bolsillo izquierdo y allí estaba el cutter. Lo saqué y empecé a jugar con el mecanismo, sacando y metiendo la hoja metálica. Mi cuñado seguía con el parloteo. Y de pronto hizo un silencio. Yo seguía jugando con el cutter. Tomo un sorbo de su gin tonic. La hoja metálica estaba fuera. Se sonrió.
—Tremenda tu madre con lo de Dios por cierto. Siempre con la misma cantinela.
Me levanté y le asesté una puñalada con el cutter y le rebané el cuello. Dio un chillido ahogado. El primer momento de autentico de placer de la noche. Sangraba como un cerdo en San Martín. Tenía la cara salpicada y un nuevo chorro me dio en los ojos. Me limpie la cara y contemplé como se desangraba poco a poco. Decididamente mi hermana va a estar mucho mejor. Lo peor vino después. Nunca antes había asesinado en casa. Me pasé el resto de la noche limpiando. Porque después de aquello estaba todo echo un poema. Menos mal que las paredes del salón eran de estuco y pude limpiarlas aunque no sin poco esfuerzo. Metí temporalmente a mi cuñado en una tinaja gigante que tenía en las bodegas. Ya amanecía cuando me metí en la cama satisfecho y feliz. Sonó el despertador y fui camino del hospital a ver a mamá.
—Buenos días querido. ¿Y tú cuñado? —preguntó extrañada.
—Uy mamá, ayer estaba muy muy raro. Yo creo que ha encontrado a Dios.


Fin.



jueves, 12 de diciembre de 2013

El Reino del Tiempo

Jazmín escuchó ruidos en la puerta de casa y corrió destartalada escaleras abajo.
—Papá, que te pasa, Papá —sollozó Jazmín al ver el estado en que estaba.
Ya había caído la primera nevada en el Reino del Tiempo y el frío no le ayudaba. El padre de Jazmín volvía a casa malherido después de haberse enfrentado con los buitres dragón en el bosque del desaliento para poder llegar a la mina. Era la tercera vez este año que había intentado llegar a las minas y conseguir el oro para salvar la vida de su pequeña. Pero en esta ocasión sus heridas eran muy graves y sabía que no podría conseguir a tiempo reunir el tributo. Caminaba con dificultad luchando contra el viento intentando no caerse a cada paso. No podía pasar la noche a la intemperie en su estado y no había encontrado aún ningún refugio. Cada vez le era más duro caminar hasta que dio un último paso antes de caer al suelo contra la nieve. No podía continuar. Pasó casi una hora cuando un unicornio alado lo recogió y lo llevó a casa.
— Jazmín , hija mía, lo siento mucho —Asiendo débilmente su huesudo brazo—. No lo he conseguido. Debes huir. Coge el unicornio y huye. Huye esta misma noche. — Y perdió el conocimiento.
Después de curarle las heridas, la madre de Jazmín le pidió que hiciera caso a su padre. No podían arriesgarse a que se quedara y vinieran las crónicas de la Reina Ananké.
La Reina Ananké vivía en el Palacio amurallado de Cronos junto a sus hadas del tiempo, las crónicas, como todos las conocían. Las crónicas eran muy hermosas. Tenían unos grandes ojos color miel, larguísimas pestañas, su pelo rubio y muy corto contrastaba con su piel tostada, y como vestido tan solo unas manchas rayadas, negras, naranjas y ocres que les cubrían todo el cuerpo. Sus alas de un hilo de oro tan fino como la seda completaban la visión más espectacular que el ojo humano hubiera visto jamás. Pero su belleza transmitía el frio de sus sentimientos, eran tan implacables como su Reina ambiciosa y cada 10 de diciembre salían a sobrevolar todos los lugares del reino para recaudar los tributos de oro. Si alguna familia no les pagaba, agitaban sus alas, sobre el miembro más joven de la casa, y soltaban unos polvos que consumían la vida de aquellos a quienes tocaba.
Jazmín discutió largo rato con su madre. Si se marchaba, quien moriría sería ella. No quería dejar que cargara con su destino. En sus 15 años de vida jamás se había sentido tan desgraciada. Pero al final, con sus enormes ojos azules plagados de lágrimas, accedió a marcharse. Le prometió a su madre que se dirigiría al Oeste hacia el Reino del Azar donde las crónicas no podían entrar. A una niña sola le darían asilo sin trámite alguno y le abrirían las fronteras de inmediato. Allí estaría a salvo.
Estaba preparando su macuto y encontró en el desván una vieja espada de su padre. Cogió la espada del suelo.
—Ya soy mayor —dijo cayendo hacia atrás al levantarla—. Yo salvaré a mi familia.
Se marchó aún con lágrimas en los ojos a los lomos del unicornio alado. Y cuando estaba segura de que su madre no podía verla, cambió de dirección. Se dirigía al bosque del desaliento, y aunque sólo tenía dos días estaba dispuesta a llegar a las minas y conseguir el oro.
Había amanecido y entonces pudo ver lo bonito que era el Unicornio. Tenía las alas y la cola de un nácar tornasolado que a la luz del sol se podían ver todos los colores del Arco Iris.
—Te llamaré Arco Iris —dijo resuelta.
—Arco Iris… Menuda chorrada —respondió para el asombro de Jazmín. Me llamo Unicornio. Don Unicornio.
—¡¿Hablas?! . Y además como. Por qué no has hablado hasta ahora.
—Hablar por hablar. Yo solo hablo cuando tengo algo que decir.
—Comprendido Señor Unicornio.
—Don… Don Unicornio.
—Perdón, Don Unicornio. Tengo que darte las gracias por salvar a mi padre. Si no le hubieses traído a casa… Me pregunto cómo estará ahora. —Y al mirar hacia atrás un destello le deslumbró.
Eran las torres del Palacio Amurallado. Era todo de oro y su resplandor podía verse desde cualquier parte del reino.
—¡Claro! El palacio está lleno de oro —exclamó ocurrente.
—Te has vuelto loca chiquilla —le reprendió Don Unicornio—. No tienes idea a dónde vas.
—No tengo mucho tiempo para conseguir el oro y si para eso tengo que ir al palacio, iré —resolvió Jazmín.
—¿Y qué harás con los centinelas?
—¿Qué centinelas? ¿No sabía que hubiese centinelas? ¿Hay muchos? Da igual. ¡Me da igual! Lo voy a conseguir. Y lo voy a conseguir. —Cada vez más atropellada.
Resultó que Don Unicornio conocía muy bien el palacio y sabía cómo entrar esquivando a los centinelas. Así que cambiaron de rumbo. Habían pasado muchas horas sin probar bocado y aunque estaban escasos de tiempo también tenían que reponer fuerzas así que decidieron parar a tomar un tentempié. Además así podrían idear un plan con tranquilidad. El sol brillaba con fuerza y desde el cielo vieron un prado destellante parecía un campo de diamantes, era tan bonito. Decidieron comer allí, no iban a encontrar un sitio mejor. El prado estaba lleno de flores silvestres de colores y molinillos de viento. Fue muy agradable descansar en la hierba fresca por un rato. Jazmín saco unas cuantas provisiones que había preparado en su macuto y Don Unicornio pastó a placer. Ultimaron los detalles del plan y volvieron a ponerse en marcha camino al palacio de la ciudad amurallada.
Ya entrada la noche tal y como habían planeado Jazmín entró por el pasadizo que le había indicado Don Unicornio. Tenía que buscar algo pequeño que pudiera transportar fácilmente y poder llevarse la pieza de oro. Fue a dar detrás de un seto que daba a un sendero completamente iluminado con burbujas de cristal llenas de luciérnagas. Pero prefirió seguir un camino oculto detrás de los setos. Llegó a un pequeño huerto en el que se cultivaban todo tipo de vegetales. Y entonces lo vio, una pequeña azada, por supuesto de oro como todo en palacio. Iba a salir de su escondite cuando vio una sombra descomunal acercarse al huerto con algo que parecía una regadera de forma extravagante. Seguía acercándose y ahora podía ver su aspecto monstruoso. Tenía una especie de trompa corta por nariz y todo su cuerpo estaba cubierto de un pelo verde. Sus manos eran enormes garras y tenía una joroba que deformaba aún más su cuerpo. Jazmín estaba asustada. El monstruo seguía avanzando y se dirigía hacia ella. No sabía si la había descubierto. Se paró justo al lado de unas calabazas gigantes y se puso a regarlas. Aunque de la regadera en lugar de agua salían unos polvos azules y blancos como de purpurina. Brillaban a la luz. Un ratoncillo paso entre las piernas de Jazmín haciendo ruido y el monstruo miró hacia donde ella estaba. Esta vez sí que le había descubierto. Caminó hacia atrás con manos y piernas intentando huir pero se trastabilló dándose un golpe en la cabeza y se quedó inconsciente.
Niña buena, niña buena, repetía, mientras le acariciaba el pelo con sus garras. Encontrar a alguien era una auténtica novedad, siempre estaba solo, la única compañía que tenía era la de las hadas del tiempo cuando querían algo de él. Le hablaban a gritos y le daban puntapiés para que se diese prisa en hacer las cosas, también le daban puntapiés si se equivocaba, si estaban mal humor, o si aparecía de manera inoportuna.., bueno en realidad le daban puntapiés por casi todo.
Cuando abrió los ojos estaba en los brazos de aquel monstruo. Jazmín estaba paralizada, aunque al menos le parecía pacifico. Cuando el monstruo se dio cuenta de que estaba despierta se puso muy contento y empezó a agitarla de arriba abajo como si fuera un muñeco.
—Basta, basta, por favor —gritó.
Entonces el monstruo se asustó, la soltó de golpe y Jazmín se dio un culazo. Cuando vio lo que había hecho se fue a un rincón y escondió su cara entre las manos.
—No pasa nada, estoy bien —dijo dirigiéndose hacia él.
El monstruo se destapo la cara y mostró la más amplia de sus sonrisas ilusionado por tener una amiga. La cogió en volandas y la sentó en una silla frente a una mesa redonda con un mantel, un tapete de ganchillo blanco y un gran cenicero de oro en medio.
—Té, té, té… —Moviéndose por toda la cocina, buscando tazas, y utensilios.
—No, no. Muchas gracias pero debo irme. —Levantándose hacia la puerta. Pero el monstruo volvió a sentarla de nuevo y continuaba con su cantinela. El monstruo le sirvió el té y un buen trozo de pastel de calabaza.
—De acuerdo, si me lo das me quedaré a tomar el té —dijo señalando el cenicero. —sólo el té, rápido y me voy. —Ya con la taza en la mano.
—Bueno. Comer. Fuerte. Tú. Comer, comer —insistía el monstruo con el pastel, dándole el cenicero de oro y diciendo que si con la cabeza.
Jazmín estaba nerviosa tenía que llegar a casa antes de que amaneciera. Al día siguiente era 10 de diciembre y las crónicas podían salir en cualquier momento. Casi se atragantó con el pastel y al final el monstruo le ayudó a salir, aunque se despidió con lágrimas en los ojillos. Don Unicornio la estaba esperando y salieron volando a casa. Ya había salido el sol cuando llegaron y Jazmín entró atropelladamente gritando emocionada.
—Mamá, Papá lo he conseguido, lo he conseguido, tengo el oro, mamá, tengo el oro.
Asombrada fue a abrazar a su hija, mientras Jazmín sacaba el cenicero de su mochila. Pero… oh sorpresa. El cenicero se había convertido en piedra. Y justo en ese momento entraron las crónicas a reclamar su oro. La madre de Jazmín les suplico que les dieran más plazo, que cuando se recuperara su marido les darían el doble de oro. O que por favor consumieran su vida y no la de su hija. Pero las crónicas eran frías e implacables. Agitaron sus alas, espolvorearon sobre Jazmín unos polvos como de purpurina azules y blancos y salieron volando indiferentes. La madre de Jazmín lloraba desconsolada tirada en el suelo donde había estado rogando por la vida de su hija. Pero mientras tanto ella no notaba nada.
Pasaron las horas y seguía como si tal cosa. Entonces su padre recuperó la consciencia. Le explicaron todo lo que había pasado, la aventura con Don Unicornio, el palacio amurallado, y como tomó el té y pastel con su querido amigo el monstruo que regaba las calabazas con esos polvos azules y blancos.
—¡Calabazas! —exclamó el padre. –Había oído hablar de ellas mucho tiempo atrás. ¡Esas calabazas eran mágicas!
—¡¿Mágicas?! —grito asombrada.
—¡Sí! ¡Estamos salvados, estamos salvados!
Y este fue el inicio de la caída del imperio de la Reina Ananké y sus hadas del tiempo.

Fin.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Telegrama

Como una especie de estado premonitorio no había pegado ojo en toda la noche. Estaba tomando el desayuno cuando llamaron a la puerta. En principio ni me inmute, pero por la insistencia parecía que no había nadie más en casa. Así que fui a abrir. Un telegrama. Y toma ya, encima a mi nombre. En mi vida había recibido un telegrama. Firmé el resguardo que me dio el cartero y abrí el documento. “Jaime, hijo mío, estoy en el hospital Central de León y no quiero morir sin volver a verte. Por favor ven. Necesito hablar contigo. Francisco. Tu padre.”

Joder, para ser el primer telegrama que recibo no está mal. Hacía por lo menos 16 años que no sabía nada de mi padre. Un día, cuando yo tenía 4 años, desapareció el y la prima Eva que mi madre había traído del pueblo a vivir con nosotros. Tiré el papel en el taquillón del vestíbulo, volví a la cocina y me senté en el taburete a seguir con mi cola cao con galletas. Así que vive en León. Ahora que se está muriendo se acuerda de mí, después de 16 años. Siempre pensé que vivía, aquí en Madrid. Fui a mi habitación y me puse con la guitarra y el ordenador a grabar encima de unas pistas de batería para poder terminar la maqueta. ¿Debería ir? ¿Es mi padre, no? Desde luego sabía que a mi madre le iba a sentar como el culo. Me fui hacia el vestíbulo. “Jaime, hijo mío, estoy en el hospital Central de León y no quiero morir sin volver a verte. Por favor ven. Necesito hablar contigo. Francisco. Tu padre”. Volví a leer el telegrama 3 veces más. ¿Y si fuera? Joder y llego al hospital y después ¿Qué? no le he visto en mi vida. Me gustaría hablar con mi padre, saber que siento. Y mamá porque iba a enterarse. Regresé a mi habitación y continúe tocando la guitarra un rato más. Pero seguía con la historia en la cabeza. Llamé a información y pregunte por la dirección del Hospital Central de León. En León, ¡no había otro sitio más cerca! Pero lo tenía decidido, tenía que ir. Cogí las llaves del coche de mi madre y salí decidido a plantarme allí, a ver que me decía.

Me monté en el coche. Piiiiii. Sin gasolina. De puta madre, mi “querido” padre muriéndose y yo luchando con el conflicto del petróleo y sin un chavo. Hice unas cuantas llamadas para recaudar fondos, pero todos mis colegas eran solidarios con la economía del país. Y me vino a la cabeza el tío que tocaba la guitarra en el metro. Era perfecto. Volví a casa a por la guitarra y a por mí ampli. Y allí me plante con gorra y todo. Empecé con instrumental pero como parecía que no persuadía los bolsillos me anime con el lírico a lo smelly cat. Yo no sé si daba pena o risa, pero la cuestión es que llegué a plantearme si ver a mi padre o seguir con la racha y ganarme una pasta. En 2 horas tenía suficiente para la gasolina y un bocata. Así que tire carretera y ampli y cogí dirección León. Llegué hasta el hospital, pregunté en información y cuando subía a la planta… tritono.

—Hola. No, no estoy en casa. —Sí. —Ya pero tenía 10 euros. —Sí, mamá estoy con Marco, pero en 3 horas estoy en casa.

Me di la vuelta, cogí el ascensor y llegué a casa 3 horas después.

—Te quiero mamá —le dije por primera vez a mi madre mientras le daba un beso.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Red de contactos

Todos los días a las 8 de la mañana de los últimos 11 meses me sentaba en mi escritorio frente a mi ordenador aplicando a las pocas ofertas laborales que se adecuaban a mi perfil profesional. Me llamo Gonzalo Mejía, tengo 35 años, 10 años de experiencia como ingeniero industrial y estaba encantado de encontrarme en proceso de búsqueda de empleo. Y no me entiendan mal, que vago no soy, pero la situación de “no activo” se adecuaba a mis planes a la perfección. Porque desde que perdí el trabajo, me podía dedicar de lleno a emborronar cuadernos con tachones, corregir mis textos en busca de palabras concretas y tratar de encontrar cocodrilos gigantes para amenizar mis relatos, tal como aconseja Zapata. Porque lo de ser ingeniero industrial fue idea de mi padre. Yo me recuerdo pequeñajo y siempre con un libro en la mano, y cuando no, estaba contando historias a mi hermana Ana, la niña de la casa. Lo de cuentista siempre ha sido lo mío. Pero yo sabía que ser escritor no estaba entre las profesiones aceptables por mis progenitores. Había que ser ingeniero como Dios manda. Así que Ingeniero Industrial, pero gracias a cosas de la vida y las inversiones desastrosas del director de la empresa en la que trabajaba, estaba sin jefe, sin proyectos, sin novia, ni padres que frustraran mis planes. Era mi momento, mi ahora o nunca, para dedicarme de lleno a mi vocación. Aunque por supuesto, cada día me empleaba a fondo en mi búsqueda, tenía que cubrir el expediente con mis padres. Además de enviar currículum por internet, iba a todas las entrevistas que me salían y también estuve aprendiendo francés, por eso de distinguirme del resto de los candidatos y ampliar el mercado de búsqueda, aunque en realidad me apunté porque me moría de ganas de leer a Flaubert en su lengua materna. Yo les había pedido que no me ayudaran que esta vez quería encontrar trabajo por mí mismo, pero mi padre perdía la paciencia por momentos. Y mientras tanto, poco a poco, mis cuadernos tenían menos tachones, y hacia verdaderos progresos en mis clases de escritura creativa. Todo iba estupendamente hasta que llegó el cumpleaños de mi hermana Ana, la niña de la casa, a la que le leía los cuentos cuando era pequeñajo. Mis padres decidieron dar una fiesta en el jardín de casa para celebrarlo. Invitaron a todos los amigos del club. A los de mi hermana por supuesto, a los míos y a los suyos también. La fiesta estaba siendo un éxito absoluto, bueno para todos excepto para mí. Mi padre se dedicó a contarle mi curriculum a todos sus amigos y hablarle de mis bonanzas como ingeniero y de los éxitos que habían tenido mis proyectos. Y como no, todos tenían algo que ofrecer, o sabían de algún puesto, o tenían un amigo. Pero qué era eso, una fiesta de cumpleaños o una bacanal solidaria por mi causa. No sabía dónde meterme, según pasaban las horas me iba temiendo lo peor, de esta me sale trabajo, fijo, me decía. Y llegó el momento, mi padre volvió a llamarme, esta vez con esa cara de satisfacción que pone cuando las cosas le salen bien.

—Gonzalo, hijo, creo que no conoces a mi amigo Carlos Ortega —me introdujo mientras me pasaba el brazo por los hombros.

—Tu padre me ha hablado de tus proyectos en Tracsa —me dijo mientras me daba la mano— y en mi empresa tengo un puesto en el que podrías ser muy útil.

—Se lo agradezco muchísimo, tenéis la oferta publicada en algún sitio — Mierda de contactos personales, pensé— así puedo enviar mi curriculum.

—No hombre no, pásate mañana por mi despacho, hablamos de los detalles —dándome una palmadita en el hombro — y el lunes empiezas con nosotros.

martes, 19 de noviembre de 2013

En tu busca

Paloma cerró el libro que estaba leyendo, subió la mesita, y estiró las piernas lo que pudo aún en el asiento del avión. Se ajustó el cinturón de seguridad preparándose para el aterrizaje, abrió su cartera y volvió a mirar la fotografía de Don Álvaro Fernandez, su padre. Estaba sonriendo, frente al caballo de la plaza de Legazpi, con su traje marrón a cuadros. Se había pasado media vida contemplándola, cada vez que estaba triste, se refugiaba en esa imagen. Se la acercó al corazón y cerró los ojos con fuerza. Inspiró profundamente el olor a chocolate con churros de las mañanas de los domingos. Podía ver sus zapatos rojos de charol con hebilla y sus calcetines blancos calados. Sintió la brisa de los paseos matutinos hasta el parque del retiro, el tacto de la mano fuerte de su padre, y la emoción por descubrir al Ratoncito Pérez cuando se le caía algún diente. Quería volver y allí estaba a punto de tomar tierra camino de conseguirlo.
En la terminal siguió las indicaciones para llegar al metro. Por un momento pensó en la posibilidad de coger un taxi pero la descartó enseguida. Sola en un coche, empezó a imaginar miles de situaciones posibles y en ninguna salía bien parada. Le pareció más seguro el transporte público. Se bajó en la estación de Atocha, y llegó a la calle delicias, donde estaba el hotel, con la ayuda de un plano.

Después de meter la ropa en el armario y colocar la maleta debajo de una especie de banco de madera, encendió el televisor y al colocar a un lado la bandeja del servicio de habitaciones la apoyo mal y tiró el cuchillo produciendo aquel sonido metálico que le transportaba al horror, a la pena y a la impotencia. Había perdido el apetito. Apartó la bandeja y se fué a la cama.

Paloma era de fealdad interna, su rostro era un mapa de apatía, estancamiento y virginidad pero esa mañana le brillaban los ojos. Se había puesto un vestido nuevo, un modelo discreto, como ella, y le sentaba bien. Se maquilló con cuidado delante del espejo de su habitación de hotel. Puso un poco de rubor en sus mejillas, y se pintó los labios de un rosa palo muy suave, el mismo que había usado la semana pasada para la boda de su mejor y única amiga. Cuando terminó se sentó en la cama y se sonrió. Ahora iría en busca de su nuevo comienzo. Salió de la habitación con la cámara de fotos, ella también quería tener su propio retrato en la plaza de Legazpi. Quería estar en la cartera de su propia hija algún día.
Fue hacia recepción para dejar la llave y preguntar a qué hora cerraba la cocina del hotel. No estaba ninguna de las chicas que le atendieron a su llegada, en su lugar, un hombre de aspecto amable. Cambió de dirección y se sentó a leer uno de los periódicos que había encima de la mesa del hall, prefirió esperar, no quería que nada empañara la mañana. Quince minutos después vio que acababa de llegar una recepcionista, dejó el periódico, y fue hacia allí. Se paró unos pasos delante del mostrador. Tenía esa molesta sensación en el estómago, hizo una mueca entre suspiro y sonrisa, y se dirigió al hombre de aspecto amable. Solo es un hombre, en un establecimiento público. —¡Vamos, Paloma estas a salvo! —se dijo.

Bajaba la calle empuñando su cámara, mirando al frente, orgullosa de si misma y disfrutando el viento frío de febrero en Madrid. Nada ocupaba su mente aparte de su objetivo y según se acercaba a la plaza de Legazpi más amplia era su sonrisa. Ya conseguía ver al caballo que presidía la rotonda, frunció el ceño y ajustó la mirada, había algo raro. Por fin llegó, se paró en seco justo al lado de la maquinaría de las obras del metro. Apretó los labios en un intento de contención, pero al final se rindió a las lágrimas. La cámara se cayó al suelo, se le resbaló de entre las manos.

Cerré la puerta y dejé la mochila en el recibidor.

—Álvaro, por favor —repetía mi madre, con voz pausada—, suéltalo, Álvaro, por Dios. Soy yo Álvaro —le temblaba la voz—, Pilar..., tu mujer.

Fui en dirección al dormitorio de donde provenían las voces.

—No, no, Álvaro, noooo….

Me paré en la entrada de la habitación, ambos miraron hacia mí. Mi padre tenía los ojos desorbitados. Nunca olvidaré esa mirada. Soltó el cuchillo, se miró las manos, miró a mi madre, volvió a mirarme y rompió a llorar. Se manchó la cara con la sangre que tenía en las manos.

—Paloma, hija, vete, sal a dar un paseo, estoy bien… de verdad no ha sido nada—trataba de explicarme mi madre tapándose el brazo—.

—Le han puesto una funda para protegerle de las obras —le explicó un hombre mientras le ofrecía la cámara a Paloma—, al caballo digo. ¿Se encuentra bien? —preguntó al reparar en sus lágrimas.

—Eh —sacudió la cabeza, miró hacia el extraño y huyó corriendo por la boca del metro.


Mencía Quioreng 19/11/2013

domingo, 6 de octubre de 2013

Lola y la ramita de Perejil


Un intenso olor a magdalenas recién hechas salía del horno de la cocina. Una bandeja repleta de ellas en una encimera de mármol, frente a una ventana de doble hoja que daba al jardín. Y al otro lado del horno estaba el fregadero, donde vive Lola.

- Mummmm, magdalenas… - dijo Lola que le llegaba el olor a su casa de debajo del fregadero, donde llevaba viviendo feliz todo el verano. A pesar de la oposición de Doña Úrsula, su madre, recalcitrante defensora de la vida en familia.

- Vivir sola, vivir sola, menuda tontería. - No paraba de repetirle Doña Úrsula. -Será que te falta algo, vamos, vamos, que empeño en meterte en un agujerucho.

Pero Lola era muy tozuda y no había parado hasta dar con el agujero perfecto. Y cuando lo encontró se mudó de inmediato.

Desde que vivía sola, Lola sentía que se había hecho una hormiga adulta y estaba encantada de hacer su propio aprovisionamiento de comida para pasar el invierno. En realidad, estaba resultando bastante fácil, ser una hormiga doméstica tenía grandes ventajas porque encontraba los mejores manjares a tan sólo unos pasos del hormiguero. Cuando vivía con sus padres, en el jardín, podían pasar horas hasta topar con algo decente. Esa mañana por ejemplo, nada más asomar la cabeza debajo de la puerta del armario, dos trozos de las esponjosas y exquisitas magdalenas que había preparado el Sr. García.

Se pasaba los días canturreando, recorriendo las baldosas de loza rojiza de la cocina, buscaba en cada rincón. Recogía y recogía y almacenaba y almacenaba. Y así iba pasando el verano.

- Clon, clon, clon

Una mañana, Lola aún en la cama, se despertó con este sonido. Se preguntaba que podría hacer tanto ruido. Dio un salto y fue hacía la puerta para intentar descubrir que lo provocaba.

- Maldita sea! – Gritó empapada, al salir por la puerta.

La tubería del fregadero tenía una gotera. Y una gota de agua caía sin parar justo delante de su puerta. Chocaba con la superficie de la base metálica del armario y hacía un ruido horrible.

Según iba pasando la jornada, más molesta estaba Lola con la dichosa gotera. Llevaba todo el día mojada y el ruido le estaba volviendo loca. Aunque estaba muy ocupada terminando de llenar la despensa para el invierno. Quedaban pocos días de calor y no había tiempo que perder.

Lola se preguntaba si tendría que soportar el dichoso ruido durante todo el invierno. Tenía que hacer algo al respecto. De momento lo más urgente era poner un tejado para no mojarse, pero el ruido, como iba a solucionar aquel ruido espantoso. ¿Y le daría tiempo a poner un tejado? Desde luego era demasiado tarde para cambiar su hormiguero de sitio, ya tenía la alhacena casi llena y no le daría tiempo a trasladar todas sus provisiones antes de que llegara el frio. El ruido no iba a dejarle dormir ni una sola noche. No paraba de darle vueltas al asunto pero no daba con ninguna solución. Y desde luego a lo que no estaba dispuesta era a volver a casa de sus padres. Eso sí que no.

Después de 3 días, Lola estaba al borde de la desesperación. No había encontrado nada con que fabricar un tejado y se pasaba el día empapada. Caminaba cabizbaja arrastrando las patitas por toda la cocina. En esta ocasión había encontrado una ramita de perejil y se dispuso a llevarla a casa.

Lola pasó sin problemas el rabito de la rama de perejil por el agujero de su hormiguero, pero por más que tiraba no era capaz de hacer pasar las hojas al interior. Se quedaban atascadas en la entrada y no había manera. Lola tiraba y tiraba, estuvo tirando de la ramita durante horas. Estaba jadeando y sudando del esfuerzo. También intentó salir y tratar de empujar las hojas desde fuera pero no cabían por el agujero. Lola agotada se dejó caer al suelo rendida de tanto intentarlo y se puso a llorar de rabia.

Lloraba y lloraba, solo se escuchaba su llanto, Entonces paró un momento, notó algo raro. Y es que cuando dejó de llorar había silencio, ¡no podía escuchar nada! Corriendo salió fuera y pudo comprobar que la gota de agua caía encima de la hoja de perejil y había dejado de hacer un ruido. Las hojas de perejil servían de tejado y además ¡no se mojaba!

Lola empezó a cantar y dar vueltas de felicidad, se había solucionado su problema y gracias a su tejado de perejil podría pasar un feliz invierno sin ruidos en su nueva casa.

lunes, 6 de mayo de 2013

Mi secreto

Latidos agolpan mi pecho

Batalla libra mi vientre

Camino voy al encuentro

Premura tiene mi mente

Recupero mi destino

Solo tenía que escogerte

Y al escogerte

Nuestras vidas creo

Mi familia que ya eres

Con mis deseos cincelo

Con mi sentir y mi fe

Mi experiencia se vuelve.

Explosión de emociones

Completarme con tu abrazo

Y sellar nuestro pacto

“Amarnos siempre”


martes, 26 de marzo de 2013

Soñar Prados verdes

Extraño que mis quimeras activa

Partiendo de una sola mirada

Tú, mi Posesión sentida

Fruto de conexión de palabras

Maldigo la pasada risa

Emoción de enamorada

Que mi esperanza aviva

Que mi realidad acalla

Majadas verdes Soñadas

Impiden matar mi aguarda

Suplico sal en mi herida

Ansío sentir la rabia

Llena mi fardo, miedo

Vuelve a mi desconfianza

Parapeto de sinsabores

Alarma de mis ilusiones

Mata, ahoga mi alma

Para poder resucitarla

Con un amor nuevo

Extraño de mis quimeras

Que vaciará mi fardo

Y me llenará de confianza.



Mencía Quioreng. (Sueño de prados verdes)