viernes, 29 de noviembre de 2013

Telegrama

Como una especie de estado premonitorio no había pegado ojo en toda la noche. Estaba tomando el desayuno cuando llamaron a la puerta. En principio ni me inmute, pero por la insistencia parecía que no había nadie más en casa. Así que fui a abrir. Un telegrama. Y toma ya, encima a mi nombre. En mi vida había recibido un telegrama. Firmé el resguardo que me dio el cartero y abrí el documento. “Jaime, hijo mío, estoy en el hospital Central de León y no quiero morir sin volver a verte. Por favor ven. Necesito hablar contigo. Francisco. Tu padre.”

Joder, para ser el primer telegrama que recibo no está mal. Hacía por lo menos 16 años que no sabía nada de mi padre. Un día, cuando yo tenía 4 años, desapareció el y la prima Eva que mi madre había traído del pueblo a vivir con nosotros. Tiré el papel en el taquillón del vestíbulo, volví a la cocina y me senté en el taburete a seguir con mi cola cao con galletas. Así que vive en León. Ahora que se está muriendo se acuerda de mí, después de 16 años. Siempre pensé que vivía, aquí en Madrid. Fui a mi habitación y me puse con la guitarra y el ordenador a grabar encima de unas pistas de batería para poder terminar la maqueta. ¿Debería ir? ¿Es mi padre, no? Desde luego sabía que a mi madre le iba a sentar como el culo. Me fui hacia el vestíbulo. “Jaime, hijo mío, estoy en el hospital Central de León y no quiero morir sin volver a verte. Por favor ven. Necesito hablar contigo. Francisco. Tu padre”. Volví a leer el telegrama 3 veces más. ¿Y si fuera? Joder y llego al hospital y después ¿Qué? no le he visto en mi vida. Me gustaría hablar con mi padre, saber que siento. Y mamá porque iba a enterarse. Regresé a mi habitación y continúe tocando la guitarra un rato más. Pero seguía con la historia en la cabeza. Llamé a información y pregunte por la dirección del Hospital Central de León. En León, ¡no había otro sitio más cerca! Pero lo tenía decidido, tenía que ir. Cogí las llaves del coche de mi madre y salí decidido a plantarme allí, a ver que me decía.

Me monté en el coche. Piiiiii. Sin gasolina. De puta madre, mi “querido” padre muriéndose y yo luchando con el conflicto del petróleo y sin un chavo. Hice unas cuantas llamadas para recaudar fondos, pero todos mis colegas eran solidarios con la economía del país. Y me vino a la cabeza el tío que tocaba la guitarra en el metro. Era perfecto. Volví a casa a por la guitarra y a por mí ampli. Y allí me plante con gorra y todo. Empecé con instrumental pero como parecía que no persuadía los bolsillos me anime con el lírico a lo smelly cat. Yo no sé si daba pena o risa, pero la cuestión es que llegué a plantearme si ver a mi padre o seguir con la racha y ganarme una pasta. En 2 horas tenía suficiente para la gasolina y un bocata. Así que tire carretera y ampli y cogí dirección León. Llegué hasta el hospital, pregunté en información y cuando subía a la planta… tritono.

—Hola. No, no estoy en casa. —Sí. —Ya pero tenía 10 euros. —Sí, mamá estoy con Marco, pero en 3 horas estoy en casa.

Me di la vuelta, cogí el ascensor y llegué a casa 3 horas después.

—Te quiero mamá —le dije por primera vez a mi madre mientras le daba un beso.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Red de contactos

Todos los días a las 8 de la mañana de los últimos 11 meses me sentaba en mi escritorio frente a mi ordenador aplicando a las pocas ofertas laborales que se adecuaban a mi perfil profesional. Me llamo Gonzalo Mejía, tengo 35 años, 10 años de experiencia como ingeniero industrial y estaba encantado de encontrarme en proceso de búsqueda de empleo. Y no me entiendan mal, que vago no soy, pero la situación de “no activo” se adecuaba a mis planes a la perfección. Porque desde que perdí el trabajo, me podía dedicar de lleno a emborronar cuadernos con tachones, corregir mis textos en busca de palabras concretas y tratar de encontrar cocodrilos gigantes para amenizar mis relatos, tal como aconseja Zapata. Porque lo de ser ingeniero industrial fue idea de mi padre. Yo me recuerdo pequeñajo y siempre con un libro en la mano, y cuando no, estaba contando historias a mi hermana Ana, la niña de la casa. Lo de cuentista siempre ha sido lo mío. Pero yo sabía que ser escritor no estaba entre las profesiones aceptables por mis progenitores. Había que ser ingeniero como Dios manda. Así que Ingeniero Industrial, pero gracias a cosas de la vida y las inversiones desastrosas del director de la empresa en la que trabajaba, estaba sin jefe, sin proyectos, sin novia, ni padres que frustraran mis planes. Era mi momento, mi ahora o nunca, para dedicarme de lleno a mi vocación. Aunque por supuesto, cada día me empleaba a fondo en mi búsqueda, tenía que cubrir el expediente con mis padres. Además de enviar currículum por internet, iba a todas las entrevistas que me salían y también estuve aprendiendo francés, por eso de distinguirme del resto de los candidatos y ampliar el mercado de búsqueda, aunque en realidad me apunté porque me moría de ganas de leer a Flaubert en su lengua materna. Yo les había pedido que no me ayudaran que esta vez quería encontrar trabajo por mí mismo, pero mi padre perdía la paciencia por momentos. Y mientras tanto, poco a poco, mis cuadernos tenían menos tachones, y hacia verdaderos progresos en mis clases de escritura creativa. Todo iba estupendamente hasta que llegó el cumpleaños de mi hermana Ana, la niña de la casa, a la que le leía los cuentos cuando era pequeñajo. Mis padres decidieron dar una fiesta en el jardín de casa para celebrarlo. Invitaron a todos los amigos del club. A los de mi hermana por supuesto, a los míos y a los suyos también. La fiesta estaba siendo un éxito absoluto, bueno para todos excepto para mí. Mi padre se dedicó a contarle mi curriculum a todos sus amigos y hablarle de mis bonanzas como ingeniero y de los éxitos que habían tenido mis proyectos. Y como no, todos tenían algo que ofrecer, o sabían de algún puesto, o tenían un amigo. Pero qué era eso, una fiesta de cumpleaños o una bacanal solidaria por mi causa. No sabía dónde meterme, según pasaban las horas me iba temiendo lo peor, de esta me sale trabajo, fijo, me decía. Y llegó el momento, mi padre volvió a llamarme, esta vez con esa cara de satisfacción que pone cuando las cosas le salen bien.

—Gonzalo, hijo, creo que no conoces a mi amigo Carlos Ortega —me introdujo mientras me pasaba el brazo por los hombros.

—Tu padre me ha hablado de tus proyectos en Tracsa —me dijo mientras me daba la mano— y en mi empresa tengo un puesto en el que podrías ser muy útil.

—Se lo agradezco muchísimo, tenéis la oferta publicada en algún sitio — Mierda de contactos personales, pensé— así puedo enviar mi curriculum.

—No hombre no, pásate mañana por mi despacho, hablamos de los detalles —dándome una palmadita en el hombro — y el lunes empiezas con nosotros.

martes, 19 de noviembre de 2013

En tu busca

Paloma cerró el libro que estaba leyendo, subió la mesita, y estiró las piernas lo que pudo aún en el asiento del avión. Se ajustó el cinturón de seguridad preparándose para el aterrizaje, abrió su cartera y volvió a mirar la fotografía de Don Álvaro Fernandez, su padre. Estaba sonriendo, frente al caballo de la plaza de Legazpi, con su traje marrón a cuadros. Se había pasado media vida contemplándola, cada vez que estaba triste, se refugiaba en esa imagen. Se la acercó al corazón y cerró los ojos con fuerza. Inspiró profundamente el olor a chocolate con churros de las mañanas de los domingos. Podía ver sus zapatos rojos de charol con hebilla y sus calcetines blancos calados. Sintió la brisa de los paseos matutinos hasta el parque del retiro, el tacto de la mano fuerte de su padre, y la emoción por descubrir al Ratoncito Pérez cuando se le caía algún diente. Quería volver y allí estaba a punto de tomar tierra camino de conseguirlo.
En la terminal siguió las indicaciones para llegar al metro. Por un momento pensó en la posibilidad de coger un taxi pero la descartó enseguida. Sola en un coche, empezó a imaginar miles de situaciones posibles y en ninguna salía bien parada. Le pareció más seguro el transporte público. Se bajó en la estación de Atocha, y llegó a la calle delicias, donde estaba el hotel, con la ayuda de un plano.

Después de meter la ropa en el armario y colocar la maleta debajo de una especie de banco de madera, encendió el televisor y al colocar a un lado la bandeja del servicio de habitaciones la apoyo mal y tiró el cuchillo produciendo aquel sonido metálico que le transportaba al horror, a la pena y a la impotencia. Había perdido el apetito. Apartó la bandeja y se fué a la cama.

Paloma era de fealdad interna, su rostro era un mapa de apatía, estancamiento y virginidad pero esa mañana le brillaban los ojos. Se había puesto un vestido nuevo, un modelo discreto, como ella, y le sentaba bien. Se maquilló con cuidado delante del espejo de su habitación de hotel. Puso un poco de rubor en sus mejillas, y se pintó los labios de un rosa palo muy suave, el mismo que había usado la semana pasada para la boda de su mejor y única amiga. Cuando terminó se sentó en la cama y se sonrió. Ahora iría en busca de su nuevo comienzo. Salió de la habitación con la cámara de fotos, ella también quería tener su propio retrato en la plaza de Legazpi. Quería estar en la cartera de su propia hija algún día.
Fue hacia recepción para dejar la llave y preguntar a qué hora cerraba la cocina del hotel. No estaba ninguna de las chicas que le atendieron a su llegada, en su lugar, un hombre de aspecto amable. Cambió de dirección y se sentó a leer uno de los periódicos que había encima de la mesa del hall, prefirió esperar, no quería que nada empañara la mañana. Quince minutos después vio que acababa de llegar una recepcionista, dejó el periódico, y fue hacia allí. Se paró unos pasos delante del mostrador. Tenía esa molesta sensación en el estómago, hizo una mueca entre suspiro y sonrisa, y se dirigió al hombre de aspecto amable. Solo es un hombre, en un establecimiento público. —¡Vamos, Paloma estas a salvo! —se dijo.

Bajaba la calle empuñando su cámara, mirando al frente, orgullosa de si misma y disfrutando el viento frío de febrero en Madrid. Nada ocupaba su mente aparte de su objetivo y según se acercaba a la plaza de Legazpi más amplia era su sonrisa. Ya conseguía ver al caballo que presidía la rotonda, frunció el ceño y ajustó la mirada, había algo raro. Por fin llegó, se paró en seco justo al lado de la maquinaría de las obras del metro. Apretó los labios en un intento de contención, pero al final se rindió a las lágrimas. La cámara se cayó al suelo, se le resbaló de entre las manos.

Cerré la puerta y dejé la mochila en el recibidor.

—Álvaro, por favor —repetía mi madre, con voz pausada—, suéltalo, Álvaro, por Dios. Soy yo Álvaro —le temblaba la voz—, Pilar..., tu mujer.

Fui en dirección al dormitorio de donde provenían las voces.

—No, no, Álvaro, noooo….

Me paré en la entrada de la habitación, ambos miraron hacia mí. Mi padre tenía los ojos desorbitados. Nunca olvidaré esa mirada. Soltó el cuchillo, se miró las manos, miró a mi madre, volvió a mirarme y rompió a llorar. Se manchó la cara con la sangre que tenía en las manos.

—Paloma, hija, vete, sal a dar un paseo, estoy bien… de verdad no ha sido nada—trataba de explicarme mi madre tapándose el brazo—.

—Le han puesto una funda para protegerle de las obras —le explicó un hombre mientras le ofrecía la cámara a Paloma—, al caballo digo. ¿Se encuentra bien? —preguntó al reparar en sus lágrimas.

—Eh —sacudió la cabeza, miró hacia el extraño y huyó corriendo por la boca del metro.


Mencía Quioreng 19/11/2013