martes, 19 de noviembre de 2013

En tu busca

Paloma cerró el libro que estaba leyendo, subió la mesita, y estiró las piernas lo que pudo aún en el asiento del avión. Se ajustó el cinturón de seguridad preparándose para el aterrizaje, abrió su cartera y volvió a mirar la fotografía de Don Álvaro Fernandez, su padre. Estaba sonriendo, frente al caballo de la plaza de Legazpi, con su traje marrón a cuadros. Se había pasado media vida contemplándola, cada vez que estaba triste, se refugiaba en esa imagen. Se la acercó al corazón y cerró los ojos con fuerza. Inspiró profundamente el olor a chocolate con churros de las mañanas de los domingos. Podía ver sus zapatos rojos de charol con hebilla y sus calcetines blancos calados. Sintió la brisa de los paseos matutinos hasta el parque del retiro, el tacto de la mano fuerte de su padre, y la emoción por descubrir al Ratoncito Pérez cuando se le caía algún diente. Quería volver y allí estaba a punto de tomar tierra camino de conseguirlo.
En la terminal siguió las indicaciones para llegar al metro. Por un momento pensó en la posibilidad de coger un taxi pero la descartó enseguida. Sola en un coche, empezó a imaginar miles de situaciones posibles y en ninguna salía bien parada. Le pareció más seguro el transporte público. Se bajó en la estación de Atocha, y llegó a la calle delicias, donde estaba el hotel, con la ayuda de un plano.

Después de meter la ropa en el armario y colocar la maleta debajo de una especie de banco de madera, encendió el televisor y al colocar a un lado la bandeja del servicio de habitaciones la apoyo mal y tiró el cuchillo produciendo aquel sonido metálico que le transportaba al horror, a la pena y a la impotencia. Había perdido el apetito. Apartó la bandeja y se fué a la cama.

Paloma era de fealdad interna, su rostro era un mapa de apatía, estancamiento y virginidad pero esa mañana le brillaban los ojos. Se había puesto un vestido nuevo, un modelo discreto, como ella, y le sentaba bien. Se maquilló con cuidado delante del espejo de su habitación de hotel. Puso un poco de rubor en sus mejillas, y se pintó los labios de un rosa palo muy suave, el mismo que había usado la semana pasada para la boda de su mejor y única amiga. Cuando terminó se sentó en la cama y se sonrió. Ahora iría en busca de su nuevo comienzo. Salió de la habitación con la cámara de fotos, ella también quería tener su propio retrato en la plaza de Legazpi. Quería estar en la cartera de su propia hija algún día.
Fue hacia recepción para dejar la llave y preguntar a qué hora cerraba la cocina del hotel. No estaba ninguna de las chicas que le atendieron a su llegada, en su lugar, un hombre de aspecto amable. Cambió de dirección y se sentó a leer uno de los periódicos que había encima de la mesa del hall, prefirió esperar, no quería que nada empañara la mañana. Quince minutos después vio que acababa de llegar una recepcionista, dejó el periódico, y fue hacia allí. Se paró unos pasos delante del mostrador. Tenía esa molesta sensación en el estómago, hizo una mueca entre suspiro y sonrisa, y se dirigió al hombre de aspecto amable. Solo es un hombre, en un establecimiento público. —¡Vamos, Paloma estas a salvo! —se dijo.

Bajaba la calle empuñando su cámara, mirando al frente, orgullosa de si misma y disfrutando el viento frío de febrero en Madrid. Nada ocupaba su mente aparte de su objetivo y según se acercaba a la plaza de Legazpi más amplia era su sonrisa. Ya conseguía ver al caballo que presidía la rotonda, frunció el ceño y ajustó la mirada, había algo raro. Por fin llegó, se paró en seco justo al lado de la maquinaría de las obras del metro. Apretó los labios en un intento de contención, pero al final se rindió a las lágrimas. La cámara se cayó al suelo, se le resbaló de entre las manos.

Cerré la puerta y dejé la mochila en el recibidor.

—Álvaro, por favor —repetía mi madre, con voz pausada—, suéltalo, Álvaro, por Dios. Soy yo Álvaro —le temblaba la voz—, Pilar..., tu mujer.

Fui en dirección al dormitorio de donde provenían las voces.

—No, no, Álvaro, noooo….

Me paré en la entrada de la habitación, ambos miraron hacia mí. Mi padre tenía los ojos desorbitados. Nunca olvidaré esa mirada. Soltó el cuchillo, se miró las manos, miró a mi madre, volvió a mirarme y rompió a llorar. Se manchó la cara con la sangre que tenía en las manos.

—Paloma, hija, vete, sal a dar un paseo, estoy bien… de verdad no ha sido nada—trataba de explicarme mi madre tapándose el brazo—.

—Le han puesto una funda para protegerle de las obras —le explicó un hombre mientras le ofrecía la cámara a Paloma—, al caballo digo. ¿Se encuentra bien? —preguntó al reparar en sus lágrimas.

—Eh —sacudió la cabeza, miró hacia el extraño y huyó corriendo por la boca del metro.


Mencía Quioreng 19/11/2013