martes, 27 de enero de 2015

El Coronel Mechado, las Naranjas y el Azahar.

Estuve toda la noche ansiando el alba. Tenía que contarle al Sr. Mechado lo que acababa de descubrir. Era coronel de la caballería, aunque ahora volvía a ser panadero. No quería saber nada de caballos ni de regimientos. Vivía en el primero derecha desde que cambiaron las farolas de aceite por las de luz eléctrica en la calle del pez. El semestre pasado. Solo. Llevaba recio bigote y raya a un lado. El pelo lo peinaba para alisarlo pero le quedaba una onda que le abultaba un poco como al centro de la cabeza. Y olía a azahar. Había rondado a la Juanita desde chico. Era de esos que se enamoran para toda la vida y una vez, no más. Le llevaba una naranja todos los miércoles a la salida de la escuela y la acompañaba a casa mientras le contaba historias para oírle reír. Como le gustaba la risa de Juanita. “Cuando ríe me pone contento” decía el Coronel Mechado.

Cuentan que estuvo en una guerra, no sé en cual, pero si era de la caballería debía de ser en un sitio muy lejano. No me imagino a los caballos entrando en la ciudad. Las guerras siempre las he supuesto en el campo, con espacio para batallar. Quien lucha entre farolas y adoquines, y mucho menos con caballos.

El Coronel y La Juanita después de tantos miércoles de naranjas terminaron ennoviados y mientras él estuvo en la guerra, esa de campo abierto, ella esperó cada una de sus cartas. Cada mañana, ansiosa, le preguntaba al cartero.

—¿Hay algo para mí, señor Altuvez?

El señor Altuvez era alto y delgado y no se podía decir que no fuera apuesto. Lucía pelo negro y bigote fino. Siempre trajeado y con perfume de violetas y sauco. Rara esencia para un caballero, pero así olía el administrador de la correspondencia de Villavirtuosa. Le echó el ojo a la muchacha y a cada poco se le perdían más cartas.

—Claro que hay. Ya me encargo yo. —y cada día le daba una flor y alguna vez, también carta, para no levantar la liebre.

El Coronel seguía escribiendo cartas, aunque le llegaban muy pocas respuestas. Cuando le llegaban, le hacían subir el bigote y achicar los ojos. Lo que menos se imaginaba él, era que tenía un contrincante y que los amoríos con su novia andaban en la cuerda floja. La casa de ella estaba llena de flores. Y la correspondencia, cada vez era más de guerra. Vamos que iban ya para siete meses que no se recibían cartas ni de un bando ni de otro. Hasta el punto que la Juanita, pensó que el coronel o había muerto o le había puesto sustituta. Así que un día, después de mucho insistir el cartero, aceptó merienda y caminata. Pasearon. Pasearon por la ribera del río y arropados por la sombra de los castaños se dieron el primer beso. Se lo contó al día siguiente a todo Villavirtuosa el Sr. Altuvez. Repartía el correo y extendía la noticia de su compromiso con la guapa, que algunos la llamaban. De las letras que le envío un buen amigo, llegó el rumor al Coronel que saltó a lomos de su caballo para reconquistar a su amada. Pero la mala fortuna nunca viene sola, e hizo que a los pies de la villa cayera del caballo, se golpeara con una piedra y perdiera el ojo derecho. Así, lisiado, el Coronel sintió que no era suficiente para la Juanita y desde entonces se escondía de ella. Entre harinas de madrugada y en su casa el resto del día. Yo siempre le he tenido mucho aprecio. Me daba mucha pena verle así, cada día, caminando sin alma y con su ojo puesto en los pies. Por eso cuando supe de las tretas del cartero, pasé la noche velando el momento de darle cuenta.

—¡Qué tramposo! —exclamé indignado recordándolo.

—¿Por qué? —preguntó, subiendo las cejas, el nuevo vecino.

—¡Escondía las cartas!

—¿Qué cartas? —preguntó cada vez más desconcertado.

—Las que le escribía a la Juanita. La otra noche en la taberna, me leyó una de ellas entre carcajadas. Me contó que las tiene escondidas en la panera.—y con la mano en el pecho añadí. —Palabra de portero.

Cuando se lo conté al Coronel, se puso el uniforme, cogió la espada, su mejor parche y bajó lanzado escaleras abajo. Yo quería seguirle. Por mediar en caso de hecho catastrófico. Evitar que se metiera en problemas. Pero claro no podía dejar la portería, lo primero a mi deber. Uniformado y ya en la calle se hizo con un caballo, blanco como en los cuentos, y a horcajadas fue cabalga que cabalga. A partir de aquí ya te cuento por referencias. Al parecer, no fue a ver a su amada sino al Sr. Altuvez. Llegó a su casa y escaleras arriba, montado en su caballo, a voz en grito subía, espada en mano, soltando improperios y retándole en duelo.

—¡Insidioso repugnante! —gritaba el coronel muy enojado. —¡Confesarás maldito!

Con el rabo entre las piernas y el bigotillo tembloroso por la ventana huyó el cartero. Fue a esconderse en una panera que usaba para guardar las castañas que recogía del huerto. No tenía intención de salir ni a tiros. Allí se había reunido todo el pueblo, haciendo corrillo, al olor del cotilleo. Cuando el Coronel bajó de vuelta las escaleras, cientos de manos acusadoras apuntaban a una en dirección a la panera y este fue directo en su busca. El cartero para defenderse, desde lo alto de una claraboya, empezó a tirar sacos de castañas para hacer caer al caballo. En estas, llegó la Juanita, sin tener idea del entuerto. Preguntaba que pasaba pero la gente al verla, le hacía paso sin contestar. Cuando llegó a la entrada de la panera y se encontró de espaldas al caballo se produjo una ovación general. El Coronel se volvió a mirar. Ella al verle, sufrió tentativa de desmayo, pero era una mujer de gran fortaleza y logró sostenerse. Aunque, al parecer se quedó sin palabra. Ambos con la boca abierta se miraban. En ese momento un golpe de viento trajo hasta ella el olor a azahar y volvió el amor. El cartero que seguía tirando sacos de castañas, del último de ellos comenzaron a llover además las miles de cartas que había ocultado y así en tremenda estampa se descubrió la trama. El resultado termina en la boda del Coronel Mechado y la Juanita, de la que hoy soy testigo por derecho, de amigo y de portero.