jueves, 10 de abril de 2014

LA POLVERA

Al más puro estilo de galán clásico, el primer día que me invitó a salir, me llegó a casa una caja con un gran lazo. Lo inusual fue el regalo. Unos preciosos zapatos rojos, y en una esquina entre los papeles del envoltorio apareció la polvera.

No sé qué hizo que me enamorara de él. Que pudo cautivarme de un chico inseguro, desgarbado y con ese tono rosáceo tan británico. ¿Su sentido del humor? Siempre conseguía hacerme reír. Y esa manera suya de mirarme, la profundidad del azul y a la vez transparencia de sus ojos. Una mirada de niño grande, una mirada de la que te puedes fiar. Sí, me inspiraba confianza. Desde aquella noche, era lo que único que podría convencerme de volver a salir con un hombre.

Me puse los zapatos, un vestido beige y aunque no era lo usual, me animé a maquillarme.

Aunque trabajábamos juntos, le conocí en el metro. Era mi segundo día en el hotel. Iba despistada pensando en cómo no meter la pata y se acercó a mí en el vagón.

—No tendrás hilo dental en el bolso —me dijo sonriente. —Eh… no —le contesté con la cabeza baja. —Soy Pep, de recepción —se presentó extendiéndome la mano. —¡Del hotel! —añadió al ver mi cara asustada.
Me dejaba, a escondidas, fresas en la parte trasera del bar del hotel, sin tan siquiera llegar a verme. Y cada semana, traía a mi portal, tulipanes amarillos, junto con una invitación a cenar. Yo, durante 7 meses, bajaba a recibirle en la calle para rechazarle. Y por sistema, «¿Un café no me negarás?», me respondía con una sonrisa enorme. Y pasábamos la tarde, ante un café, de eterna charla. Poco a poco cada uno de sus gestos fueron apartando capas de resistencia a su género.

Tenía las manos grandes, grandes y torpes, grandes y hábiles. Casi iguales a las del hombre de aquella noche, cuando mientras me sujetaba contra la pared, tiró de mi camisa arrancando todos los botones de un golpe.

¿Quién se presenta pidiendo hilo dental en el metro? Por eso no me extrañó que la polvera apareciera entre los zapatos. La tomé como parte del regalo. Y usé la polvera por primera vez. Y al momento de aplicarme los polvos translucidos, olvidé aquella maldita noche que llevaba persiguiéndome desde hacía cinco años. Fue un olvido sin transición, sólo deje de recordarlo, sin más. La cita fue inolvidables. Y así, verdad tras verdad, y con la barbilla mirando hacia arriba, una mañana me desperté entre sus sabanas. Me había enamorado.
Los próximos cuatro años, fueron amor, tranquilidad y calma. Y muchos otros malos recuerdos se me borraron al utilizar la extraordinaria polvera, aunque yo era inconsciente de ello. Me sentía cada vez mejor, más segura, y mi existencia más justificada en el mundo.

Pero la ley de compensación del universo, tentada por la perfección, hizo acto de presencia. No estoy segura de, sí mi actitud fue lo que procesó el cambio en él o sin más estaba latente. Limpia de mis temores pasados. Un día, tanto amor, pasó de extraordinario a formar parte del trato, y dejé de valorarlo. Y empecé a contar faltas, en lugar de atenciones. Me creía con derecho de ser amada por el mero hecho de ser yo.

Como todos, él también tenía un sueño. Había inventado un aparato electrónico programable para suministrar píldoras y como por milagro convenció a una vieja gloria de televisión para que invirtiera en su proyecto. Debía de fabricar en China y se mudó allí unos meses para hacer contactos y conocer las fábricas. Y poco a poco apareció otro Pep en escena. En un principio pensé que era la distancia, y lo pasé por alto. Pero llegó el momento en que, a pesar de sus reticencias decidí sacar un billete de avión y presentarme en Guangzhou.

Me recogió en el Aeropuerto por la mañana. Yo aturdida después de las casi quince horas de viaje, lo único que quería era ducharme y descansar. Pero Pep había quedado con el dueño de una fábrica e insistió en que lo acompañara. La cita fue interminable, nos enseñaron las instalaciones, luego suplicaron enseñarme la ciudad e invitarnos a cenar. Nos trataban con absoluto servilismo y adoración. Un halo de tradicionalismo lo envolvía todo, que contrastaba con las infinitas luces de neón que decoraban la ciudad. Pep tenía una mirada distinta, estaba absolutamente endiosado. Y lo discutía todo. Llegó al punto de, yo ceder y él empezar de nuevo la discusión aludiendo a un malentendido. Me agotaba. A veces sólo podía llorar.

Llevaba una semana en Guangzhou, y parecía que a ratos recuperaba al Pep del que me enamoré. Estaba un poco más tranquilo y decidió dedicar el día a hacer turismo. Sólo tenía que acudir a una reunión por la mañana. Teníamos que en el tren de las 7:55. Él había sacado los billetes de antemano. Pero cuando llegamos al andén eran las 7:53 y el tren estaba saliendo.
Se dirigió a reclamar a la taquillera. Exigía que le dieran gratis otro billete porque el tren había salido antes. Ella le negaba muy educada y dándole mil explicaciones. Su ira iba aumentando hasta que perdió la paciencia.

—¿!Cómo te llamas!? —le preguntó Pep amenazante. La taquillera no le contestó. Y fue entonces cuando alargó su mano y le arrancó la identificación que llevaba colgada al cuello de cuajo.

—¿¡Pep!? —dije aterrorizada, mientras uno tras otro volvían a mi cada uno de los recuerdos que se había y fue cuando entendí el funcionamiento de la polvera. Volví a recordar aquella noche, aquella maldita noche en que aquel hombre de manos grandes me arrancó la camisa e hizo saltar los botones de mi confianza. Y eche a correr. Corrí todo lo lejos que pude. La segunda vez es más difícil, pero aprendí a no perder la esperanza, porque el amor abrió mi corazón de nuevo. Y mi memoria está intacta.

Fin.

No hay comentarios: