jueves, 12 de diciembre de 2013

El Reino del Tiempo

Jazmín escuchó ruidos en la puerta de casa y corrió destartalada escaleras abajo.
—Papá, que te pasa, Papá —sollozó Jazmín al ver el estado en que estaba.
Ya había caído la primera nevada en el Reino del Tiempo y el frío no le ayudaba. El padre de Jazmín volvía a casa malherido después de haberse enfrentado con los buitres dragón en el bosque del desaliento para poder llegar a la mina. Era la tercera vez este año que había intentado llegar a las minas y conseguir el oro para salvar la vida de su pequeña. Pero en esta ocasión sus heridas eran muy graves y sabía que no podría conseguir a tiempo reunir el tributo. Caminaba con dificultad luchando contra el viento intentando no caerse a cada paso. No podía pasar la noche a la intemperie en su estado y no había encontrado aún ningún refugio. Cada vez le era más duro caminar hasta que dio un último paso antes de caer al suelo contra la nieve. No podía continuar. Pasó casi una hora cuando un unicornio alado lo recogió y lo llevó a casa.
— Jazmín , hija mía, lo siento mucho —Asiendo débilmente su huesudo brazo—. No lo he conseguido. Debes huir. Coge el unicornio y huye. Huye esta misma noche. — Y perdió el conocimiento.
Después de curarle las heridas, la madre de Jazmín le pidió que hiciera caso a su padre. No podían arriesgarse a que se quedara y vinieran las crónicas de la Reina Ananké.
La Reina Ananké vivía en el Palacio amurallado de Cronos junto a sus hadas del tiempo, las crónicas, como todos las conocían. Las crónicas eran muy hermosas. Tenían unos grandes ojos color miel, larguísimas pestañas, su pelo rubio y muy corto contrastaba con su piel tostada, y como vestido tan solo unas manchas rayadas, negras, naranjas y ocres que les cubrían todo el cuerpo. Sus alas de un hilo de oro tan fino como la seda completaban la visión más espectacular que el ojo humano hubiera visto jamás. Pero su belleza transmitía el frio de sus sentimientos, eran tan implacables como su Reina ambiciosa y cada 10 de diciembre salían a sobrevolar todos los lugares del reino para recaudar los tributos de oro. Si alguna familia no les pagaba, agitaban sus alas, sobre el miembro más joven de la casa, y soltaban unos polvos que consumían la vida de aquellos a quienes tocaba.
Jazmín discutió largo rato con su madre. Si se marchaba, quien moriría sería ella. No quería dejar que cargara con su destino. En sus 15 años de vida jamás se había sentido tan desgraciada. Pero al final, con sus enormes ojos azules plagados de lágrimas, accedió a marcharse. Le prometió a su madre que se dirigiría al Oeste hacia el Reino del Azar donde las crónicas no podían entrar. A una niña sola le darían asilo sin trámite alguno y le abrirían las fronteras de inmediato. Allí estaría a salvo.
Estaba preparando su macuto y encontró en el desván una vieja espada de su padre. Cogió la espada del suelo.
—Ya soy mayor —dijo cayendo hacia atrás al levantarla—. Yo salvaré a mi familia.
Se marchó aún con lágrimas en los ojos a los lomos del unicornio alado. Y cuando estaba segura de que su madre no podía verla, cambió de dirección. Se dirigía al bosque del desaliento, y aunque sólo tenía dos días estaba dispuesta a llegar a las minas y conseguir el oro.
Había amanecido y entonces pudo ver lo bonito que era el Unicornio. Tenía las alas y la cola de un nácar tornasolado que a la luz del sol se podían ver todos los colores del Arco Iris.
—Te llamaré Arco Iris —dijo resuelta.
—Arco Iris… Menuda chorrada —respondió para el asombro de Jazmín. Me llamo Unicornio. Don Unicornio.
—¡¿Hablas?! . Y además como. Por qué no has hablado hasta ahora.
—Hablar por hablar. Yo solo hablo cuando tengo algo que decir.
—Comprendido Señor Unicornio.
—Don… Don Unicornio.
—Perdón, Don Unicornio. Tengo que darte las gracias por salvar a mi padre. Si no le hubieses traído a casa… Me pregunto cómo estará ahora. —Y al mirar hacia atrás un destello le deslumbró.
Eran las torres del Palacio Amurallado. Era todo de oro y su resplandor podía verse desde cualquier parte del reino.
—¡Claro! El palacio está lleno de oro —exclamó ocurrente.
—Te has vuelto loca chiquilla —le reprendió Don Unicornio—. No tienes idea a dónde vas.
—No tengo mucho tiempo para conseguir el oro y si para eso tengo que ir al palacio, iré —resolvió Jazmín.
—¿Y qué harás con los centinelas?
—¿Qué centinelas? ¿No sabía que hubiese centinelas? ¿Hay muchos? Da igual. ¡Me da igual! Lo voy a conseguir. Y lo voy a conseguir. —Cada vez más atropellada.
Resultó que Don Unicornio conocía muy bien el palacio y sabía cómo entrar esquivando a los centinelas. Así que cambiaron de rumbo. Habían pasado muchas horas sin probar bocado y aunque estaban escasos de tiempo también tenían que reponer fuerzas así que decidieron parar a tomar un tentempié. Además así podrían idear un plan con tranquilidad. El sol brillaba con fuerza y desde el cielo vieron un prado destellante parecía un campo de diamantes, era tan bonito. Decidieron comer allí, no iban a encontrar un sitio mejor. El prado estaba lleno de flores silvestres de colores y molinillos de viento. Fue muy agradable descansar en la hierba fresca por un rato. Jazmín saco unas cuantas provisiones que había preparado en su macuto y Don Unicornio pastó a placer. Ultimaron los detalles del plan y volvieron a ponerse en marcha camino al palacio de la ciudad amurallada.
Ya entrada la noche tal y como habían planeado Jazmín entró por el pasadizo que le había indicado Don Unicornio. Tenía que buscar algo pequeño que pudiera transportar fácilmente y poder llevarse la pieza de oro. Fue a dar detrás de un seto que daba a un sendero completamente iluminado con burbujas de cristal llenas de luciérnagas. Pero prefirió seguir un camino oculto detrás de los setos. Llegó a un pequeño huerto en el que se cultivaban todo tipo de vegetales. Y entonces lo vio, una pequeña azada, por supuesto de oro como todo en palacio. Iba a salir de su escondite cuando vio una sombra descomunal acercarse al huerto con algo que parecía una regadera de forma extravagante. Seguía acercándose y ahora podía ver su aspecto monstruoso. Tenía una especie de trompa corta por nariz y todo su cuerpo estaba cubierto de un pelo verde. Sus manos eran enormes garras y tenía una joroba que deformaba aún más su cuerpo. Jazmín estaba asustada. El monstruo seguía avanzando y se dirigía hacia ella. No sabía si la había descubierto. Se paró justo al lado de unas calabazas gigantes y se puso a regarlas. Aunque de la regadera en lugar de agua salían unos polvos azules y blancos como de purpurina. Brillaban a la luz. Un ratoncillo paso entre las piernas de Jazmín haciendo ruido y el monstruo miró hacia donde ella estaba. Esta vez sí que le había descubierto. Caminó hacia atrás con manos y piernas intentando huir pero se trastabilló dándose un golpe en la cabeza y se quedó inconsciente.
Niña buena, niña buena, repetía, mientras le acariciaba el pelo con sus garras. Encontrar a alguien era una auténtica novedad, siempre estaba solo, la única compañía que tenía era la de las hadas del tiempo cuando querían algo de él. Le hablaban a gritos y le daban puntapiés para que se diese prisa en hacer las cosas, también le daban puntapiés si se equivocaba, si estaban mal humor, o si aparecía de manera inoportuna.., bueno en realidad le daban puntapiés por casi todo.
Cuando abrió los ojos estaba en los brazos de aquel monstruo. Jazmín estaba paralizada, aunque al menos le parecía pacifico. Cuando el monstruo se dio cuenta de que estaba despierta se puso muy contento y empezó a agitarla de arriba abajo como si fuera un muñeco.
—Basta, basta, por favor —gritó.
Entonces el monstruo se asustó, la soltó de golpe y Jazmín se dio un culazo. Cuando vio lo que había hecho se fue a un rincón y escondió su cara entre las manos.
—No pasa nada, estoy bien —dijo dirigiéndose hacia él.
El monstruo se destapo la cara y mostró la más amplia de sus sonrisas ilusionado por tener una amiga. La cogió en volandas y la sentó en una silla frente a una mesa redonda con un mantel, un tapete de ganchillo blanco y un gran cenicero de oro en medio.
—Té, té, té… —Moviéndose por toda la cocina, buscando tazas, y utensilios.
—No, no. Muchas gracias pero debo irme. —Levantándose hacia la puerta. Pero el monstruo volvió a sentarla de nuevo y continuaba con su cantinela. El monstruo le sirvió el té y un buen trozo de pastel de calabaza.
—De acuerdo, si me lo das me quedaré a tomar el té —dijo señalando el cenicero. —sólo el té, rápido y me voy. —Ya con la taza en la mano.
—Bueno. Comer. Fuerte. Tú. Comer, comer —insistía el monstruo con el pastel, dándole el cenicero de oro y diciendo que si con la cabeza.
Jazmín estaba nerviosa tenía que llegar a casa antes de que amaneciera. Al día siguiente era 10 de diciembre y las crónicas podían salir en cualquier momento. Casi se atragantó con el pastel y al final el monstruo le ayudó a salir, aunque se despidió con lágrimas en los ojillos. Don Unicornio la estaba esperando y salieron volando a casa. Ya había salido el sol cuando llegaron y Jazmín entró atropelladamente gritando emocionada.
—Mamá, Papá lo he conseguido, lo he conseguido, tengo el oro, mamá, tengo el oro.
Asombrada fue a abrazar a su hija, mientras Jazmín sacaba el cenicero de su mochila. Pero… oh sorpresa. El cenicero se había convertido en piedra. Y justo en ese momento entraron las crónicas a reclamar su oro. La madre de Jazmín les suplico que les dieran más plazo, que cuando se recuperara su marido les darían el doble de oro. O que por favor consumieran su vida y no la de su hija. Pero las crónicas eran frías e implacables. Agitaron sus alas, espolvorearon sobre Jazmín unos polvos como de purpurina azules y blancos y salieron volando indiferentes. La madre de Jazmín lloraba desconsolada tirada en el suelo donde había estado rogando por la vida de su hija. Pero mientras tanto ella no notaba nada.
Pasaron las horas y seguía como si tal cosa. Entonces su padre recuperó la consciencia. Le explicaron todo lo que había pasado, la aventura con Don Unicornio, el palacio amurallado, y como tomó el té y pastel con su querido amigo el monstruo que regaba las calabazas con esos polvos azules y blancos.
—¡Calabazas! —exclamó el padre. –Había oído hablar de ellas mucho tiempo atrás. ¡Esas calabazas eran mágicas!
—¡¿Mágicas?! —grito asombrada.
—¡Sí! ¡Estamos salvados, estamos salvados!
Y este fue el inicio de la caída del imperio de la Reina Ananké y sus hadas del tiempo.

Fin.