jueves, 21 de noviembre de 2013

Red de contactos

Todos los días a las 8 de la mañana de los últimos 11 meses me sentaba en mi escritorio frente a mi ordenador aplicando a las pocas ofertas laborales que se adecuaban a mi perfil profesional. Me llamo Gonzalo Mejía, tengo 35 años, 10 años de experiencia como ingeniero industrial y estaba encantado de encontrarme en proceso de búsqueda de empleo. Y no me entiendan mal, que vago no soy, pero la situación de “no activo” se adecuaba a mis planes a la perfección. Porque desde que perdí el trabajo, me podía dedicar de lleno a emborronar cuadernos con tachones, corregir mis textos en busca de palabras concretas y tratar de encontrar cocodrilos gigantes para amenizar mis relatos, tal como aconseja Zapata. Porque lo de ser ingeniero industrial fue idea de mi padre. Yo me recuerdo pequeñajo y siempre con un libro en la mano, y cuando no, estaba contando historias a mi hermana Ana, la niña de la casa. Lo de cuentista siempre ha sido lo mío. Pero yo sabía que ser escritor no estaba entre las profesiones aceptables por mis progenitores. Había que ser ingeniero como Dios manda. Así que Ingeniero Industrial, pero gracias a cosas de la vida y las inversiones desastrosas del director de la empresa en la que trabajaba, estaba sin jefe, sin proyectos, sin novia, ni padres que frustraran mis planes. Era mi momento, mi ahora o nunca, para dedicarme de lleno a mi vocación. Aunque por supuesto, cada día me empleaba a fondo en mi búsqueda, tenía que cubrir el expediente con mis padres. Además de enviar currículum por internet, iba a todas las entrevistas que me salían y también estuve aprendiendo francés, por eso de distinguirme del resto de los candidatos y ampliar el mercado de búsqueda, aunque en realidad me apunté porque me moría de ganas de leer a Flaubert en su lengua materna. Yo les había pedido que no me ayudaran que esta vez quería encontrar trabajo por mí mismo, pero mi padre perdía la paciencia por momentos. Y mientras tanto, poco a poco, mis cuadernos tenían menos tachones, y hacia verdaderos progresos en mis clases de escritura creativa. Todo iba estupendamente hasta que llegó el cumpleaños de mi hermana Ana, la niña de la casa, a la que le leía los cuentos cuando era pequeñajo. Mis padres decidieron dar una fiesta en el jardín de casa para celebrarlo. Invitaron a todos los amigos del club. A los de mi hermana por supuesto, a los míos y a los suyos también. La fiesta estaba siendo un éxito absoluto, bueno para todos excepto para mí. Mi padre se dedicó a contarle mi curriculum a todos sus amigos y hablarle de mis bonanzas como ingeniero y de los éxitos que habían tenido mis proyectos. Y como no, todos tenían algo que ofrecer, o sabían de algún puesto, o tenían un amigo. Pero qué era eso, una fiesta de cumpleaños o una bacanal solidaria por mi causa. No sabía dónde meterme, según pasaban las horas me iba temiendo lo peor, de esta me sale trabajo, fijo, me decía. Y llegó el momento, mi padre volvió a llamarme, esta vez con esa cara de satisfacción que pone cuando las cosas le salen bien.

—Gonzalo, hijo, creo que no conoces a mi amigo Carlos Ortega —me introdujo mientras me pasaba el brazo por los hombros.

—Tu padre me ha hablado de tus proyectos en Tracsa —me dijo mientras me daba la mano— y en mi empresa tengo un puesto en el que podrías ser muy útil.

—Se lo agradezco muchísimo, tenéis la oferta publicada en algún sitio — Mierda de contactos personales, pensé— así puedo enviar mi curriculum.

—No hombre no, pásate mañana por mi despacho, hablamos de los detalles —dándome una palmadita en el hombro — y el lunes empiezas con nosotros.