miércoles, 14 de mayo de 2014

VUELA ALTO

Abrí el cajoncito de la cocina y descubrí que mis pastillas adelgazantes habían desaparecido. Tenía que averiguar quién había sido la mal nacida que me las había robado. Deseaba matarla, aunque a la vez no podía evitar pensar que yo en su lugar seguramente, también habría hecho lo mismo. Conseguirlas había sido mi obsesión y no iba a permitir perderlas así como así. Después del invierno que había pasado. Sin cine, releyendo libros viejos e incluso metiéndome en la cama a las ocho para no tener que encender la calefacción. Todo por ahorrar unos euros de mi escaso sueldo. Pero no podía pensar en otra cosa. Conseguirlas, conseguirlas, conseguirlas. Quería ser delgada y haría lo que fuera necesario. Dos mil quinientos euros. Para mí una cifra inalcanzable. Con todos los esfuerzos que había hecho, en cuatro meses no había ahorrado ni ochenta. Y eso que ya había reducido el presupuesto para el supermercado, hasta perdí un poco de peso y todo. Al final comprendí que iba a tardar toda una vida en poder comprarlas. Yo quería que se fijara en mí, el chico que cada mañana me encontraba tomando café en el office de la oficina. Antes de que llegara a vieja, si fuera posible. Tuve que tomar una decisión drástica. Acudí al mercado ilegal de órganos y así lo logré. Me compré el último prodigio en pastillas adelgazantes y aún tenía remanente para renovar el vestuario cuando se obrase el milagro. Me había costado un riñón y cuatro meses de penurias reunir el dinero para conseguirlas. Y su robo no iba a quedar impune.

Supe lo que era la felicidad el día que, aún con los puntos recientes en el costado izquierdo, recibí el paquete. Rompí el papel de plástico transparente que envolvía la cajita y allí estaban, cuatro hermosos blíster, con diez perlas color dorado cada uno. Cuarenta perlas en total que significaba decir adiós a cuarenta kilos que me venían acompañando desde los quince años. Sería una mujer delgada. Me imaginaba encima de la báscula viendo como oscilaba el peso en 58 y 59 kilos con una sonrisa desde la bañera hasta el bidet. Solo había utilizado un blíster, diez días, diez kilos, ya me veía paseando de la mano del chico del office. El lunes incluso me atreví a levantar la mirada cuando entró en la sala. Las pastillas me habían costado un riñón, pero su sonrisa valió por todo un año de sesiones de diálisis. Y ahora que había empezado el acercamiento me habían robado las pastillas.

Tenía que reflexionar. Solo podía pensar o cocinando o comiendo. Así que me puse a batir cinco huevos, con los que me hice una tortilla de patata que me comí junto con, dos bolsas de doritos, y medio queso semicurado de mi pueblo, mientras reflexionaba acerca de la lista de posibles sospechosas.

No había muchas personas que pudieran acceder al cajoncito de mi cocina. También habrían podido entrar sin que yo estuviera, pero lo veía menos probable. Así que me centraría en la primera opción.
¿Quién había entrado en mi casa en las últimas veinticuatro horas? Como cada día había venido Doña Carmen, la cotilla del quinto a contarme las novedades del edificio. El del gas, para comprobar el contador. De momento a este lo descartaba porque, aunque el uniforme le venía pequeño cuatro tallas, no parecía preocupado por el tema. También había venido Cristinita, la hija de la del tercero. Mini yo, me había contado Doña Carmen que la llamaban, cuando la veían conmigo. Ella no había podido ser, era gorda pero honrada y la niña más dulce que había conocido. Me quería mucho. Ella también estaba descartada. ¿Sería Doña Carmen entonces? Sabía que las tenía, eso seguro, pero robármelas… me costaba creerlo. Un momento, pensé, ¡se me había olvidado! Mari Luz, mi vecina de al lado, había venido aquella tarde a pedirme unas pilas. ¡Pilas! Hummm… que sospechoso. Se pide un poco de sal, pero ¿pilas? Seguro que Doña Carmen le había dicho donde tenía las pastillas y quería sacarme de la cocina.

Si, era ella. Mari Luz desde que tuvo a su principito, parecía la mascota de un anuncio de galletas, bueno se parecía a mí. Andaba siempre a régimen. Claro no me las iba a devolver. Pero ya me las apañaría para recuperarlas. Saltaría desde mi terraza, cuando la abuela se llevara al principito de paseo. Seguro que en internet encontraría un tutorial para aprender a abrir la puerta. Al día siguiente no fui a trabajar y justo a las 10 escuche la puerta de Mari Luz. La hora del paseo. Fui corriendo a la terraza, puse mi taburete escalón al lado de la repisa y me encaramé a ella. Por más que lo intentaba era incapaz de alcanzar con un pie la terraza de mi vecina, mis noventa kilos de peso, tampoco es que ayudasen. Pensé que la tabla de planchar podría servirme de puente. ¡Mala idea! Ahora lo sé. Conseguí llegar al otro lado pero hice contrapeso, se cayó la tabla, me golpeó en la cabeza y perdí el equilibrio. Terminé colgada de las manos de una de las tejas. De aquella, el ruido, como no, alertó a Doña Carmen que al asomarse y verme allí colgada, se puso a gritar.

—¡Paloma! Hija, ¡Palomitaaaa! —Chillaba desconcertada. —¿Pero que haces ahí? Ayuda, por Dios, ayuda que Palomita se va a romper la crisma.

En ese momento entro la abuela en la terraza. Intentó ayudarme pero claro no pudo conmigo y caí dos pisos abajo.

—¡Voló! —sentenció Doña Carmen.

Directa al hospital. Una pierna, un brazo y tres costillas rotas. Aquí empezó mi verdadera tortura. ¡Cinco meses en el hospital! Cinco meses de puré sin sal, pescado blanco y manzanas Golden. Todo tan.., sin color. ¡Qué espanto! Aunque tengo que reconocer que me vino muy bien. El tercer mes había perdido veinte kilos. Ríete tú de las pastillas milagrosas. Una cama dura y comida sin sal, ya te digo yo que te adelgazan. Además el fisio me puso las pilas y me ponía los electrodos a tal potencia, que parecía electroshock más que gimnasia pasiva. Los otros veinte los perdí después, en casa, pero de la mala leche cuando vi a Cristinita, “mini yo”, que había bajado cinco tallas. Nada más verla me apunté a boxeo, que la vida siempre da nuevas oportunidades y nunca se sabe.
El día que llegué a la oficina después de mi baja de larga duración, me encontré a Pablo en el office.

—Hola. ¿Quieres un café? —me dijo sonriendo mientras metía las monedas en la máquina de vending. —¿ Eres nueva verdad? Yo soy Pablo.


Fin.