jueves, 27 de marzo de 2014

EL ALMENDRO DE ALICIA

Al ver la marca rosa, me asaltaron dos pensamientos. El tener que criarte sola y que fuera para toda la vida. Habían destinado a tu padre a un pueblecito cerca de Tucson. Fuiste engendrada el día más maravilloso y a la vez uno de los más tristes de mi vida. Aún puedo sentir el amor y el dolor al evocarlo. Era la primera vez que iba a separarme de él. Para llegar al alma, amamos nuestros cuerpos desde todos los ángulos. Inundamos de besos nuestra habitación. Nos desgastábamos con la yema de los dedos, buscando la esencia del otro, como para conservarla en la memoria del tacto. La emoción desbordada y las caricias de aquel día florecieron en mi vientre.

Leí su carta una vez más. Auto convenciéndome de que nada cambiaría. Sentada en la sala 6 recordaba la mañana en que le despedía en el mismo aeropuerto donde en aquel momento le esperaba. Cuando me dijo que le trasladaban a Arizona, en un primer instante sentí una tenaza en el pecho. Dos años. Cuantas cosas pueden pasar en dos años. Le dije adiós ante la barrera del control de policía, intentando contener las lágrimas y con una media sonrisa que se alegraba por él. Mi cabeza procesaba millones de alternativas de ruptura. ¿Encontraría otra mujer?, o quizá un día se levantase y se daría cuenta de que no me echaba de menos. “Amor, sabes que nunca habría querido hacerte daño, pero…” . Estaba muerta de miedo. Qué ironía nunca pensé que la situación pudiera ser tan distinta. Era su primera visita después de casi nueve meses. Y aunque la sensación de incertidumbre permanecía, en esta ocasión contaba más otro factor. Tú. Podía decepcionarme o ser maravilloso. Si hubieses llegado unos días más tarde seguramente habría sido todo absolutamente distinto. Pero somos hijos de nuestro tiempo como decía mi madre. Y siempre fuiste de lo más oportuna.

No parabas de darme patadas. Había desayunado colacao, como siempre pero creo que no era el azúcar lo que te inquietaba. Sabías que algo importante iba a pasar.

Llevaba exactamente tres meses fuera cuando decidí a hacerme la prueba. Manteníamos contacto por carta. Y no había tenido valor para contarle nada. Cada uno de los días de los seis meses restantes me había debatido entre mi profundo amor por ti y un miedo infinito por perder a tu padre. La familia. Siempre evitaba hablar de ello. En mi fuero interno sabía que para él, dos era más que suficiente. Era todo tan perfecto. Hasta el momento había preferido callar.

Sin embargo el destino quiso ponerlo encima de la mesa. ¿Un error, o mi ferviente deseo había sido más fuerte que los medios de control? Como explicarlo en una carta. Estuve a punto de contárselo el día que consiguió llamarme por teléfono. Pero hacía tanto tiempo que no hablábamos y estábamos tan contentos, que no fui capaz. Además prefería ver sus ojos. Sentí otra patadita. Dios. ¿No iba a llegar nunca? Me preguntaba durante la eterna espera en la terminal de llegadas. Cuando se abrieron las puertas automáticas y le advertí su cara al verme, me desmoroné. Me desmoroné físicamente y además, rompí aguas. Me desperté en un taxi con tu padre, asustado, por única vez en su vida. Y entonces, si pude ver su mirada, la mía, la que me dedicaba solo a mí. No me hizo ninguna pregunta. Sólo susurraba una y otra vez. “Tranquila. Tranquila.” . Fluctuaba entre el dolor de las contracciones y la calma que me traía su voz hipnótica.

Te dimos a luz juntos, en el paritorio yo me encargaba de lo físico y tu padre de todo lo demás. Y junto a un grito conciso viniste al mundo. Te cogió en brazos e hizo inventario de cada parte de tu cuerpo hasta que terminó satisfecho con los deditos del pie. Llegó a casa y plantó el almendro del jardín y le bautizó con tu nombre. “El almendro de Alicia” dijo. Y supe que era tuyo para siempre, cambiaste todo mi mundo. Tal y como había soñado que fuese. No se separó de ti durante todo el tiempo que estuvo en España. Pero tenía que volver a Arizona, aunque en esta ocasión fue tu padre quien se despedía con media sonrisa. El vuelo a Tucson fue rastreado por 26 países, 29 aviones, 18 barcos, 6 helicópteros y decenas de satélites, pero como en la más increíble ficción se dio por desaparecido sin el más mínimo indicio de él. Tú y ese almendro sois lo único que me queda de tu padre. Por eso a los dos os miro como extraordinario. Como si cada vez, fuera la última y no pudiera volver a contemplaros. Así como esa mirada de tu padre, la suya, la que me dedicaba solo a mí.


fin.

martes, 4 de marzo de 2014

CADA CUAL QUE SE AGARRE A SU ÁRBOL

Reconozco que antes había tenido cierta tendencia psicosomática, pero jamás pensé que pudiera llegar a manifestarse de este modo tan bestial. Todo empezó el mismo día que me hice millonaria y perdí a mi novio. Eduardo era directivo de Bet & Win. El típico negro guapo, alto, bien formado y con esa cara de éxito irresistible a toda mujer. Me tenía coladísima. Era nuestro aniversario y le había comprado un regalo porque esperaba que me pidiera matrimonio durante la cena. ¡MATRIMONIO! Tenía un ataque de nervios continuo y pasaba de contenta a asustada de un segundo a otro… «Valeria Nistal, ¿aceptas a Eduardo Jackson como tu legítimo esposo?», me repetía una y otra vez imaginando la ceremonia. Yo solo quería pasar la mañana mimándome para tener una cara virginal y relajada cuando le diera el sí, pero él me había pedido el favor de que asistiera en su lugar a aquel dichoso partido benéfico. Y, como siempre, no pude negarme.

Solo pensaba en la boda, y no le estaba haciendo ni caso al partido, hasta que un estruendoso gol acaparó la atención del público, y un señor muy gordo que tenía a la derecha, tremendamente oportuno, me bañó enterita en cerveza. Empapada y ojiplática observaba incrédula a aquel gordo maleducado saltar y gritar «gol» sin descanso. Me disponía a increparle cuando recibí una notificación en el móvil. «Número: 87952, Fracción: 6, Serie: 3, Euros: 1.170.000,00». Tenía el corazón a mil. ¡Era mi número! ¡Al que estaba suscrita desde hacía ocho años! Me olvidé del incidente, me abracé al señor gordo y empezamos a saltar juntos. Mientras él seguía embriagado por el gol, yo celebraba que era millonaria. Entonces pensé en Eduardo, y me separé del gordo. ¡Era millonaria! ¡Tenía que contárselo!... ¿O quizá no? Mejor se lo diría después. Sería total. Un «SÍ» apoteósico.

De camino a casa vi un coche averiado en el arcén. Pero tenía que relajarme y ponerme guapísima para cenar con mi novio. Peluquería, manicura, maquillaje... ¡No tenía tiempo! Luego pensé que Eduardo no lo aprobaría y decidí llamar a la Guardia Civil.

—Guardia Civil, buenos días.
—Acabo de ver una boda averiada en la carretera —supongo que diría yo.
—¿Una boda? Lo siento, señorita…

No escuché más y, al oír «boda», un calor repentino me subió por la espalda. Me puse muy muy nerviosa y empezó a darme vueltas la cabeza. La cena, la lotería, el vestido, el compromiso, el gordo. Todo era un cóctel de emociones. Y, sin saber cómo, mi cabeza empezó a arder por combustión espontánea. Solté el volante para sofocar el fuego con las manos.

—¡Mi pelooo! ¡Mi pelooo! —gritaba espantada.

Vi que iba a chocar contra un muro, di un volantazo hacia el lado contrario y perdí el control del coche, que empezó a dar vueltas sobre sí mismo. Terminé en la cuneta con dos ruedas en el aire. Dos horas después conseguí llegar a casa. Estaba horrible. Tenía un ojo violeta y mi pelo parecía haber pasado por un peluquero de la legión. Para el ojo, maquillaje, pero qué iba a hacer con mi pelo. ¡No podía dejar que Eduardo me viera así, despeluchada!

Entonces me acordé. La vecina padecía alopecia nerviosa y tenía una peluca sensacional. La tenía que conseguir. ¿Pero cómo? Negaba su calvicie enérgicamente. Probé suerte, pero terminé con la puerta en las narices y, aunque le supliqué, no hubo manera. Lloraba desesperada en mi habitación y sonó el timbre. Al abrir la puerta y ver al marido de mi vecina con la peluca, lo miré como si estuviera separando las aguas del mar rojo. Cerramos el trato por mil euros y, cuando Eduardo me recogió, estaba feliz y espectacular con mi precioso vestido verde.
Me llevó al restaurante de nuestra primera cita. Pero la cena no fue como esperaba. En otra mesa celebraban el ochenta y cinco cumpleaños de un cascarrabias que estaba dando la lata con una radio que encendía cada cuarto de hora. Y, como Eduardo estaba muy frío, decidí darle mi regalo antes de tiempo.

—Darling… yo no te he comprado ningún regalo —dijo apartándolo a un lado.
—No pasa nada —contesté cogiéndole la mano.
—No tuve tiempo. Valeria, hace un año que no tengo tiempo para nada. No soy bueno para ti… No te cuido como debería. Y sé que no voy a tener tiempo para cuidarte —añadió bajando la cabeza.

¿¡Me estaba dejando!? ¡Si tenía que pedirme que nos casáramos! ¿¡Qué había hecho mal!? Estaba a punto de llorar. Empecé a sudar y a respirar con dificultad. Volví a notar que aumentaba la temperatura de mi cuerpo, y mi cabeza comenzó de nuevo a dar vueltas y vueltas. Y otra vez a somatizar, siempre logro sorprenderme. En esta ocasión, sentí cómo desde dentro de mi cuerpo brotaban millones de pinchos finitos y transparentes rasgándome la piel y atravesando mi vestido. ¡Era como un cactus!

—¡Ay! —Protestó Eduardo apartando la mano con mal gesto.

El viejo encendió las noticias. «V.N. son las iniciales de la ganadora del primer premio de la Lotería Nacional del pasado 11 de febrero. Está suscrita al número 87952 desde hace ocho años, pero aún no se ha presentado a reclamar el premio. Iniesta…».
Se levantó y me abrazó como el que se agarra a una rama que encuentra en mitad de la caída libre de un precipicio. Al separarse de mí, minúsculas gotitas de sangre manchaban su impecable camisa blanca y en ese momento supe que Eduardo no era mi árbol. «Al día siguiente empecé con estas clases de autocontrol emocional aunque, por ahora, sin frutos», le lloriqueaba a mi coach sorbiendo la nariz, mientras cómo una autómata sacaba el miniextintor del bolso para apagarme la falda.

Fin.